Respuestas
Respuesta:
Explicación:
saques a pasear a Capitán W. E. Johns.
La cola del perro se movió emocionada al oír la palabra más maravillosa del mundo —seis alegres
letras que proporcionaban unos placeres inigualables—, y Eleanor, demasiado agotada para continuar
oponiendo resistencia, aceptó a regañadientes. Así pues, a la mañana siguiente —un día radiante,
perfecto para dar un poco de color a las mejillas de un niño pálido—, dio unas palmadas para llamar a
Capitán W. E. Johns y le enganchó la correa al collar antes de subirse a una silla de la cocina para
bajar a Barnaby del techo.
—Nos vamos a dar un paseo —le dijo como si tal cosa.
—¿Por la casa?
—No, fuera.
—¿Fuera? —preguntó Barnaby, a quien ni por un segundo se le había pasado por la cabeza que su
madre pudiera hacer lo que su padre había propuesto con insistencia la noche anterior.
—Sí, sí. Pero antes de salir… Bueno, lo siento, pero tengo que hacer una cosa.
Y sin pensarlo más, cogió el collar de repuesto de Capitán W. E. Johns, que era extensible, y la
segunda correa, que guardaba en el cajón de la cocina, y pocos minutos después los tres emprendieron
el camino.
Formaban una estampa extraordinaria cuando salieron de su hogar en Kirribilli y tomaron la calle
que conducía a la casa del gobernador general, en el punto más al sur de la península: una mujer de
mediana edad cabizbaja por la vergüenza, un perro de origen y raza indefinidos trotando un par de
metros por delante de ella, cuya correa sujetaba con la mano izquierda, mientras un niño de cuatro
años, blanco como un fantasma, merodeaba por encima de sus cabezas, suspendido en el aire con otra
correa que la mujer sujetaba con la mano derecha.
Barnaby Brocket se había convertido en una cometa.
Continuaron su camino, ahora en dirección norte, hacia el colegio de St. Aloysius, donde Henry
estaba a punto de terminar el quinto curso, pero, en cuanto sonó el timbre y empezó a oír a los niños
que corrían escaleras abajo, Eleanor se dio media vuelta y anduvo a toda prisa hacia el embarcadero de
la calle Jeffrey, donde le gustaba sentarse para contemplar, erguidas en el agua, las velas del edificio
de la Ópera, el contorno de los rascacielos y los hoteles que asomaban aquí y allá. El Puente de la
Bahía se alzaba orgulloso a su derecha y unía la costa del norte de Sidney con el barrio de Las Rocas,
en la otra orilla, así que volvió la cabeza hacia él y dirigió la mirada hacia las banderas que flotaban al
viento, antes de respirar profundamente y sentirse, al menos por un instante, en paz.
—¡Buenos días, Eleanor! —la saludó el señor Chappaqua, un antiguo corredor olímpico de la
carrera de veinte kilómetros (Montreal, 1976, cuarto puesto), que todos los días la adelantaba a esa
hora. Venía de la calle Beulah, donde siempre empezaba su paseo matutino, con los codos pegados al
cuerpo y caminando como un pato con una gorra de beisbol—. ¡Buenos días, Capitán W. E. Johns!
Y entonces, al levantar la cabeza, vio a Barnaby flotando por encima de la mujer y su expresión