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En ocasiones, puede que los Estados hayan discutido sobre la definición de lo que constituye tortura, pero virtualmente ninguno defiende abiertamente su práctica ahora, incluso si todavía la llevan a cabo en "algunos de los rincones más oscuros de nuestro planeta", tal y como lo describió el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
La prohibición de la tortura es otro reflejo de la repulsión contra los campos de concentración y los experimentos médicos nazis con personas vivas que motivaron a los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a finales de los años cuarenta.
La prohibición de la tortura se describe con mayor detalle en la Convención contra la Tortura de la ONU de 1984, la cual prohíbe la tortura de forma meridianamente clara: "No hay circunstancias excepcionales en absoluto, ya se trate de un estado de guerra o una amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública; ninguno de estos argumentos puede ser invocado para justificar la tortura".
Dado este rechazo universal, ¿por qué una sociedad democrática contemporánea toleraría el uso de la tortura? El argumento más frecuente a favor de la tortura es que, particularmente en la lucha contra el terrorismo, puede salvar vidas de personas inocentes.
Aparte de todas las fallas en el argumento imaginario de la "bomba de relojería" (¿Cómo saben las fuerzas de seguridad que tienen a la persona adecuada? ¿Cómo saben que el sospechoso no inventará las cosas simplemente para aliviar su dolor?), la mayoría rechaza la tortura por ser una excusa para hacer valer el poder por medio de un comportamiento deshumanizador.
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