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Hace ya algún tiempo que el mundo se resuelve (es decir, cree resolver) muchos de sus problemas con estadísticas. El hombre moderno observa cuidadosamente largas filas de números, militarmente alineados, y después dictamina. Esto o lo otro, menos que aquello o lo de más allá. Parece como si la aventura del vivir humano pudiese ser reducida a unas cantidades, a desazonadora aritmética. Y a pesar del rigor de los números quedan -¡todavía!- muchos aspectos de la criatura humana que no pueden ser sometidos a este control. Entre las mallas de las sumas y de las comparaciones se deslizan, insidiosas, actitudes, decisiones vitales, simples inhibiciones que, caracterizadoras de lo más hondo del vivir de una colectividad, suelen ser desdeñadas por el rigor aséptico de lo estrictamente impersonal. El número de libros editado en una lengua no dirá nada sobre la vitalidad o las cualidades de esa lengua, y quizá tampoco diga mucho sobre las cualidades definitorias de los hablantes. Y así innumerablemente. Por este camino tan falaz han ido llegando las hipócritas estimaciones momentáneas a colectividades circunstancialmente elevadas, y -¡ay!- las meditadas menos valoraciones a entidades de brillante historia y de vivo contenido. Algo así se ha balanceado —42→ sobre el español, la lengua española, como lengua de cultura en estos últimos años. Por eso me he puesto a hilvanar estas consideraciones a vuela pluma, destinadas, en aliento y en voz, a todos los que nos dedicamos al español, a hablarlo, a escribirlo, a enseñarlo.
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