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Desde aquel día el niño Jacobo –el más grande ladrón de todos los tiempos– se habría ya de pasar las horas muertas leyendo y leyendo. Con el tiempo aprendió incluso a dividir las palabras en grupos: estaban primero los sustantivos, muy nobles ellos, muy atildados y muy señoritos; venían luego los verbos, mucho más seriezotes y más circunspectos; en un tercer escalón se arracimaban adjetivos y adverbios, escuderos o pajes de aquellos otros primeros; en cuarto lugar, Jacobito colocaba toda la fauna y flora variopinta de los pronombres, muy sosos ellos, pero muy enigmáticos y muy misteriosos a un tiempo; en último lugar, en fin, el niño Jacobo amontonaba, sin ningún orden ni criterio aparente, todo lo demás que sobraba: determinantes, conjunciones, preposiciones e interjecciones. Esas palabras, en fin, que no servían para nada –según Jacobito pensaba–, que estaban en el diccionario sólo para darse pisto y para nada más.
Pero Jacobito Axel, como es natural, no dejó de crecer y crecer. Muy pronto, por ejemplo, tuvo que ir a la escuela. ¡Ah, la escuela! ¡Qué hermoso vocablo! ¡Qué banquete, qué festín resultó ser el colegio para su alma ávida de palabras y frases, y aun de párrafos y textos enteros! Allí, en la escuela, podía escuchar ahora el niño Jacobo, completamente absorto, embelesado y como ido, las suavecitas palabras que fluían, frágil y rítmicamente, de los labios pintados de rojo de la maestra. Y allí aprendió Jacobito, sobre todo, las normas sagradas de la escritura. Con qué loco frenesí se entregó Jacobín a aquella nueva tarea. ¡Escribir!: pintar las palabras con el lápiz que le regalara la Nati. Dibujar en la piel del cuaderno todas las palabras del mundo. Nombrar todo lo que le viniera en gana. Eso era escribir: mucho mejor que hablar, mucho mejor que leer.
Y fue entonces –al aprender a escribir– cuando Jacobito Axel comenzó a robar las palabras ahora ya con todo descaro, a la luz del día, a la vista de todos, sin importarle un comino lo que la gente pudiera decir o pensar: copiaba, escribiéndolo, todo lo que leía. Rebuscó por su casa y apiló, en su cuarto, todos los libros que pudo encontrar; y se entregó, de inmediato, a la frenética labor de copiar y copiar.
PEDRO JUAN GALÁN, Lecturas (adaptación)
Pero Jacobito Axel, como es natural, no dejó de crecer y crecer. Muy pronto, por ejemplo, tuvo que ir a la escuela. ¡Ah, la escuela! ¡Qué hermoso vocablo! ¡Qué banquete, qué festín resultó ser el colegio para su alma ávida de palabras y frases, y aun de párrafos y textos enteros! Allí, en la escuela, podía escuchar ahora el niño Jacobo, completamente absorto, embelesado y como ido, las suavecitas palabras que fluían, frágil y rítmicamente, de los labios pintados de rojo de la maestra. Y allí aprendió Jacobito, sobre todo, las normas sagradas de la escritura. Con qué loco frenesí se entregó Jacobín a aquella nueva tarea. ¡Escribir!: pintar las palabras con el lápiz que le regalara la Nati. Dibujar en la piel del cuaderno todas las palabras del mundo. Nombrar todo lo que le viniera en gana. Eso era escribir: mucho mejor que hablar, mucho mejor que leer.
Y fue entonces –al aprender a escribir– cuando Jacobito Axel comenzó a robar las palabras ahora ya con todo descaro, a la luz del día, a la vista de todos, sin importarle un comino lo que la gente pudiera decir o pensar: copiaba, escribiéndolo, todo lo que leía. Rebuscó por su casa y apiló, en su cuarto, todos los libros que pudo encontrar; y se entregó, de inmediato, a la frenética labor de copiar y copiar.
PEDRO JUAN GALÁN, Lecturas (adaptación)
SeliOn:
Excelente, muchas gracias es para mi nietecito.
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