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"En los tiempos de los señores feudales, vivió un príncipe muy poderoso al que le gustaba mucho viajar. En cada viaje le gustaba adquirir magníficos jarrones de gran finura y belleza. Así llegó a coleccionar unos veinte de esos bellísimos objetos.
Aquel príncipe gozaba de una costumbre con el tiempo: pasaba mucho tiempo contemplando embelesado aquellas maravillas. Pero un día una de las criadas rompió uno de los jarrones y el príncipe se enfureció tanto que la condenó a muerte. Tal noticia preocupó a uno de sus súbditos, quien le pidió una audiencia y cuando estuvo en su presencia le dijo:
– Majestad, conozco una fórmula mágica con la que podré recomponer el jarrón roto. Os aseguro que no quedará señal alguna, pero es preciso que me mostréis todos los jarrones.
El príncipe lo condujo al salón en cuya mesa central y sobre un tapiz finísimo estaban los jarrones. El súbdito contempló la maravilla y, de pronto, tiró con fuerza del tapiz de manera que todos quedaron rotos en mil y un pedazos.
– Tarde o temprano estos jarrones hubiesen costado la vida de diecinueve personas más –dijo el súbdito ante el rostro estupefacto del príncipe–.
Tomad mi vida y moriré contento sabiendo que con una muerte será suficiente.
El príncipe comprendió su injusticia. Todos los jarrones no valían la vida de una persona, y perdonó la vida de su valiente súbdito."