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Recobró actualidad cuando se habló de los requisitos que deben llenar los candidatos a cargos públicos en las elecciones de este año. Como se sabe, quienes resultaren electas o electos serán servidoras y/o servidores públicos así que deben tener las condiciones que, teóricamente, se exige a éstos. Eso ubicó a la Ley 269 en lugares de preferencia.
Se trata de la Ley General de Derechos y Políticas Lingüísticas. Fue promulgada en Sucre el 2 de agosto de 2012 y, por la fecha, es fácil entender que conllevaba un mensaje de inclusión pero también del carácter indigenista que se atribuye el actual Gobierno. Quiso demostrar que los pueblos indígenas le interesan y determinó que las servidoras y servidores públicos debían hablar un idioma nativo, en función al principio de territorialidad; es decir, de aquel que es empleado mayoritariamente en el territorio en el cual trabajan. Así, la disposición transitoria tercera determinó que “toda servidora o servidor público que no hable un idioma de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, deberá aprender el idioma de la región a nivel comunicativo, de acuerdo al principio de territorialidad, en un plazo máximo de tres (3) años”.
En su momento, los afectados protestaron, aunque tímidamente. El Gobierno fue inflexible al imponer la norma y, para ratificarla, incluyó un artículo expreso en el Decreto Supremo 2477, que es el que reglamenta la Ley 269. El parágrafo tercero del artículo 10 de esta otra norma señala que “las servidoras y servidores públicos deberán hablar, además del castellano, un idioma oficial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, de acuerdo a lo establecido en la Constitución Política del Estado”.
Frente a eso, las funcionarias y funcionarios nada pudieron hacer y se acogieron a la norma. Fue cuando florecieron los cursos de idioma nativo, fundamentalmente en el occidente, y muchas funcionarias y funcionarios los tomaron no tanto para aprender la lengua indígena como para obtener el certificado que amerite que la hablan. Su presentación fue suficiente para continuar en el cargo.
Pero el presidente y vicepresidente del Estado no tomaron en cuenta que ellos también son servidores públicos así que les correspondía cumplir con la norma. Pasaron más de cinco años y, más allá de los papeles, que lo aguantan todo, ninguno pudo acreditar, fehacientemente, que cumplen con la Ley 269 y su reglamento.
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