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Principio relativo a la titularidad de la soberanía en el Estado, que organiza y legitima el poder estatal sobre el axioma de su titularidad en la Nación. En el ámbito organizativo, el principio asegura la primacía del órgano u órganos que representan a la Nación; en su vertiente legitimadora, justifica y reclama la obediencia que proclama y de su organización conforme a tal postulado. En realidad, se trata sobre todo de un principio de legitimación, ya que, en el aspecto organizativo, no exige tanto de todo poder se edifique sobre el consentimiento de la Nación cuanto que todo poder se presente como representante de ella.
Históricamente, el principio se opuso, de un lado, a las teorías que justificaban la titularidad del poder con argumentos trascendentes o de cualquier modo ajenos a la intervención consciente de la comunidad; de otro lado, el principio se opuso al pleno desarrollo de las teorías democráticas. En esta segunda vertiente polémica, el principio se oponía al ejercicio directo del poder por el pueblo, ya en formas de democracia directa, ya mediante mandatarios ligados por instrucciones imperativas; el principio de la soberanía nacional sirvió de fundamento al régimen representativo, en el que la función del pueblo se limita a elegir a quienes han de formar la voluntad nacional con plena libertad respecto de sus electores.
La Nación es concebida como algo distinto de la simple suma de los individuos que la componen: es una entidad objetivada, fruto de su reunión, no de su adición y, por ello, la soberanía nacional no es tampoco el resultado de sumar voluntades individuales. Puede ser expresada por órganos no democráticos en su formación y, en general, no es preciso que concurran a determinarla todos los ciudadanos: la teoría justifica restricciones sociales al derecho de sufragio, para que sólo elijan al órgano formador de la voluntad nacional quienes «merecen» hacerlo en atención al concepto normativo de Nación.
Moderadamente, desaparecidas o privadas de sentido las anteriores vertientes polémicas, el principio de la soberanía nacional tiene significados específicos en cada ordenamiento y no contiene contradicciones con el principio democrático. La Constitución francesa de la V República, por ejemplo, muestra la relativización de la oposición entre la soberanía nacional y la popular: «La soberanía nacional pertenece al pueblo francés, que la ejerce por medio de representantes y por la vía del referéndum». La Constitución italiana acoge el principio de la soberanía popular, pero recurre también al concepto de Nación en su artículo 67: «Cada miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin mandato imperativo».
En España, el principio de la soberanía nacional se opuso, en el siglo pasado, al postulado moderado de la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes. La fórmula actual del artículo 1.2 de la Constitución («La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado») no debe considerarse como fuente de contradicciones con el principio democrático plenamente acogido en la misma definición del Estado (art. 1.1). Por lo demás, la expresión «soberanía nacional» ha de considerarse en relación con el artículo 2 cuando hace de la «indisoluble unidad de la Nación española» el fundamento de la Constitución. En este contexto, aquella fórmula de «soberanía nacional» afirma la unidad del pueblo constituyente y convierte a misma unidad en elemento necesario, normativo, de la noción de «pueblo» elevado a Nación. Esto excluye la consideración de la Constitución como fruto de la confluencia de varias voluntades constituyentes, la posibilidad de que el poder constituyente o de revisión sea ejercido por partes del pueblo (autodeterminación) o la reforma de la Constitución en tal sentido.
Históricamente, el principio se opuso, de un lado, a las teorías que justificaban la titularidad del poder con argumentos trascendentes o de cualquier modo ajenos a la intervención consciente de la comunidad; de otro lado, el principio se opuso al pleno desarrollo de las teorías democráticas. En esta segunda vertiente polémica, el principio se oponía al ejercicio directo del poder por el pueblo, ya en formas de democracia directa, ya mediante mandatarios ligados por instrucciones imperativas; el principio de la soberanía nacional sirvió de fundamento al régimen representativo, en el que la función del pueblo se limita a elegir a quienes han de formar la voluntad nacional con plena libertad respecto de sus electores.
La Nación es concebida como algo distinto de la simple suma de los individuos que la componen: es una entidad objetivada, fruto de su reunión, no de su adición y, por ello, la soberanía nacional no es tampoco el resultado de sumar voluntades individuales. Puede ser expresada por órganos no democráticos en su formación y, en general, no es preciso que concurran a determinarla todos los ciudadanos: la teoría justifica restricciones sociales al derecho de sufragio, para que sólo elijan al órgano formador de la voluntad nacional quienes «merecen» hacerlo en atención al concepto normativo de Nación.
Moderadamente, desaparecidas o privadas de sentido las anteriores vertientes polémicas, el principio de la soberanía nacional tiene significados específicos en cada ordenamiento y no contiene contradicciones con el principio democrático. La Constitución francesa de la V República, por ejemplo, muestra la relativización de la oposición entre la soberanía nacional y la popular: «La soberanía nacional pertenece al pueblo francés, que la ejerce por medio de representantes y por la vía del referéndum». La Constitución italiana acoge el principio de la soberanía popular, pero recurre también al concepto de Nación en su artículo 67: «Cada miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin mandato imperativo».
En España, el principio de la soberanía nacional se opuso, en el siglo pasado, al postulado moderado de la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes. La fórmula actual del artículo 1.2 de la Constitución («La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado») no debe considerarse como fuente de contradicciones con el principio democrático plenamente acogido en la misma definición del Estado (art. 1.1). Por lo demás, la expresión «soberanía nacional» ha de considerarse en relación con el artículo 2 cuando hace de la «indisoluble unidad de la Nación española» el fundamento de la Constitución. En este contexto, aquella fórmula de «soberanía nacional» afirma la unidad del pueblo constituyente y convierte a misma unidad en elemento necesario, normativo, de la noción de «pueblo» elevado a Nación. Esto excluye la consideración de la Constitución como fruto de la confluencia de varias voluntades constituyentes, la posibilidad de que el poder constituyente o de revisión sea ejercido por partes del pueblo (autodeterminación) o la reforma de la Constitución en tal sentido.
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