• Asignatura: Historia
  • Autor: Miltonrocastellano1
  • hace 1 año

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LA LUNA – ANA MARÍA MATUTE
La parte de la ciudad por donde ellos vivían estaba como teñida de carbón. Los
muros de ladrillo rojo, ennegrecidos. El suelo, de tierra cruda, como roto debajo
de las pisadas. Pero ellos, allá arriba, en el cuarto, tenían a Botitas.
Muchas veces, durante el trabajo o durante el descanso (a menudo más duro,
más amargo, que el trabajo), se acordaban de Botitas y sonreían, o se quedaban
un rato mirando a lo lejos, imaginándose el viento entre unos árboles que no
existían, o el chillido de los pájaros que, en todo caso, aleteaban muy lejos de
allí.
Él y ella volvían del trabajo ya anochecido. Botitas tenía el suficiente valor para
esperarlos solo, en el cuarto, allá arriba, mirando por la ventana, sobre tejados,
solares, polvo levantado por el viento. Jugando con todo lo que deseaba. Porque
Botitas tenía siempre todo lo que deseaba. Él y ella no iban al cine, ni al bar, ni
al merendero de la colina. Pero Botitas tenía siempre todo lo que pedía. Ya sabían
que los otros (los demás: todos aquellos por entre los cuales llevaban su vida,
tropezando, sorteando) criticaban su proceder:
—Estáis malcriando al chico... —les decían.
No sabían si era verdad. No sabían qué quería decir malcriar. Botitas crecía, eso
sí, sobre sus pasos aún breves, ligeros como el gotear de la lluvia en el cemento
de las aceras. Botitas era delgado, con el cabello de un negro suave, desmayado
sobre la frente. Botitas tendía sus manos hacia las de ellos. Así andaba, a veces,
entre los dos cuerpos, hacia la colina. Botitas solía pedir cosas, muchas cosas,

con su pequeña boca redonda, extraña como una margarita en la rapada hierba
del solar.
—Vais como gitanos, por darle al chico todo lo que pida...
Nunca, entre ellos, hablaban de eso. Sólo, a veces, por la noche y en voz baja, se
decían:
—Será algo grande. Seguro que será algo importante...
Tenía cara de predestinado, de salvador, de prometido. Tenía cara de plata, de
mundo grande, de más allá. Era aquello que siempre deseaban, que siempre iban
buscando, que esperaban: entre los ladrillos ennegrecidos, el hollín, el polvo del
cemento, el olor corrosivo y ácido. Era siempre, en el trabajo, en el descanso, en
la noche quieta y mineral, el engrandecimiento. Botitas tenía todo lo que pedía.
Una noche se despertó ella. Era necesario; imposible no despertarse. Lo tocó
suavemente con el codo. Los dos miraron hacia allí. Botitas se había levantado de
la cama, y estaba delante de la ventana, de puntillas, mirando al cielo. Había una
luz especial, blanca o verde, o tal vez dorada. No podía saberse ciertamente.
—Quiero la luna —dijo Botitas.
Él se levantó despacio y fue a buscar, aún con los ojos llenos de sueño, los zapatos
de ir a la fábrica:
—La luna no se puede agarrar...
—Quiero la luna —repitió Botitas.
Ella se levantó también, y se echó una chaqueta sobre los hombros. Se acercaron
a la ventana y se les llenaron los ojos con la noche pálida del cielo.
—La luna no se puede agarrar —volvió a decir él, porque no sabía explicarlo de
otro modo.
—La luna no se puede agarrar —añadió ella, que casi siempre repetía las palabras
de él.
—Quiero la luna —dijo a su vez Botitas.
Botitas tenía una voz como lejana, menuda y sonora a un tiempo. Una voz de
tiempo bueno, de grandes y hermosos presentimientos, de cosas alcanzadas.
—Ya verás como no se puede agarrar —dijo él.
Despacito bajó al patio y se cargó al hombro la escalera del pintor, apoyada en
el muro. Sin embargo, también la escalera estaba bañada por aquella luz
indescifrable, y él sintió frío dentro del pecho. Volvió al cuarto, cansado, y apoyó
la escalera en la ventana. Y ella la sujetó fuerte con los brazos, y él subió,
vacilante, todos los peldaños, hasta el último. Ya allí, alargó su mano al cielo y
estiró los dedos, que se recortaron como una flor negra y desolada contra el azul
de la noche.
—Ya ves que la luna no se puede agarrar —dijo. Y bajó de la escalera.
Pero Botitas repitió:
—Quiero la luna.
Él lo miró con una gran tristeza, y dijo, dirigiéndose a ella:
—Sube tú, y enséñale cómo no se alcanza la luna.
Ella, a su vez, subió los peldaños de la escalera del pintor, mientras él la sujetaba.
—Ya ves que la luna no se puede agarrar.
Y bajó ella también. Y, de pronto, se quedaron los dos como encogidos, el hombro
de uno contra el del otro, mirando a Botitas en silencio. Bañados de luz clara y
turbia a un tiempo.
Botitas se fue hacia la escalera. Le vieron subir por ella despacito, con sus
piernecillas flacas, los pies descalzos, agitada por el viento su camisita blanca.
El pelo le azuleaba en la noche, como una estrella negra. Botitas subió despacio,
escalera arriba. La escalera no terminaba para él. Lo vieron alejarse, perderse,
diminuto, hacia la bola impávida y reluciente. Lo vieron, al fin, como un puntito
lejano, irreal, saltar a la barca de la luna.

Respuestas

Respuesta dada por: belux2011
0

Respuesta:

gracias por los puntos xd

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