Así le hablé; y me respondió en seguida con ánimo cruel:
—¡Oh forastero! Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando
me
exhortas
a temer a los dioses y a guardarme de su cólera: que
los cíclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la
égida
, ni de los
bienaventurados
númenes
, porque aun les ganan en ser poderosos;
y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la
enemistad de Zeus, si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en
qué sitio, al venir, dejaste la bien construida embarcación: si fue,
por ventura, en lo más apartado de la playa o en un paraje cercano,
a fin de que yo lo sepa.
3
Así dijo para tentarme. Pero su intención no me pasó inadvertida
a mí que sé tanto, y de nuevo le hablé con engañosas palabras:
—Poseidón, que sacude la tierra, rompió mi nave llevándola a
un promontorio y estrellándola contra las rocas en los confines de
vuestra tierra, el viento que soplaba del
ponto
se la llevó y pudiera
librarme, junto con estos, de una muerte terrible.
Así le dije. El cíclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta;
pero, levantándose de súbito, echó mano a los compañeros, agarró
a dos y, cual si fuesen cachorrillos los arrojó a tierra con tamaña
violencia que el
encéfalo
fluyó del suelo y mojó el piso. De contado
despedazó los miembros, se
aparejó
una cena y se puso a comer
como
montaraz
león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni
los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible
espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos
a Zeus; pues la desesperación se había señoreado de nuestro
ánimo. El cíclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre,
devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó
en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.
Entonces formé en mi
magnánimo
corazón el propósito de
acercarme a él y, sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo,
herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo
previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos,
en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder
apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el cíclope colocó
en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera
la divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos
dedos, el cíclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo
como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con
prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con
ellos se aparejó el almuerzo.
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mmm.-.
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