unas anécdotas de patriotismo​

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Respuesta dada por: tenorioyesenia254
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Patriotismo

Muchísimo peor que cualquier defecto es confundir una virtud con un vicio. Es el círculo vicioso por antonomasia, y de él sí que cuesta salir, porque nos deja intelectualmente inermes. Podríamos ponernos casuísticos y abrir un abanico bastante amplio: el amor a la verdad confundido con la intolerancia, la sencillez con la ingenuidad, la sobriedad con la tacañería o la honestidad con el rigorismo; pero no encontraremos un ejemplo más extremo que la consideración que tiene hoy el patriotismo, una virtud clásica en todos los tratados de moral, que se equipara al nacionalismo y que, en consecuencia, avergüenza practicar. ¿O es que al leer el título de esta columna no han pegado ustedes un respingo? Si el patriotismo nos parece un nacionalismo, el respingo está más que justificado porque los nacionalismos dejaron el siglo xx para el arrastre.

Pero son distintos, y se trata de una cuestión grave, como nos permite adivinar que el próximamente canonizado Juan Pablo II dedicase a la diferencia tanto espacio en su último libro, Memoria e identidad (2005), que nos dejó casi como un testamento. La explicación del Papa polaco es que el patriotismo entronca con el cuarto mandamiento, mientras que el nacionalismo ama a su nación sobre todas las cosas y al prójimo le niega el pan y la sal, o sea, que atenta de una tacada contra los dos mandamientos que resumen toda la ley.

Después de eso, hay poco que añadir; pero este es el sino de los escritores posmodernos, enanos en hombros de gigantes: añadir lo nuestro, apenas una o dos anécdotas, con la esperanza de que puedan dar, chascadas, la chispa de una categoría que arroje algo de luz.

La primera anécdota ocurre en mi instituto de secundaria. Un compañero de Departamento con una asombrosa habilidad para meterse en líos cruzaba muy serio por el pasillo cuando oyó unas voces en una lengua extranjera. Se asomó al aula y vio que una alumna y su madre estaban gritando a una profesora a la que habrían ido a protestarle por cualquier cosa. Quijotescamente, les pidió, por favor, un poco más de respeto y que no gritasen o que, al menos, tuviesen la deferencia de no hacerlo en rumano, que la profesora no entendía. Ahí estuvo el lío. Ellas eran alemanas (maravilloso país, que conste) y consideraron aquello un insulto intolerable. Fueron corriendo al juzgado a denunciar al profesor por racismo. La denuncia no prosperó, naturalmente; pero no sé si el juez o la jueza explicó a las denunciantes que el profesor era culpable, si acaso, de una clamorosa falta de oído para las lenguas, pero que el racismo lo habían puesto ellas solas. En esa mezcolanza de lenguas, dignidades fácilmente ofendidas y racismo implícito veo, en versión bufa, una síntesis perfecta de lo que es el nacionalismo.

Ahora bien, recuerdo un viaje a un país en desarrollo, y el punzante contraste entre la pobreza ambiente y la laboriosidad, la amabilidad y la capacidad de sacrificio de sus habitantes. Nos obsesionó una idea fija: “No somos mejores, no somos mejores que ellos, que son trabajadores, inteligentes, amables y, en una palabra, admirables; y sin embargo...”. Me encontré dando gracias a mis padres y antepasados, que nos han dejado una sociedad con problemas, sí, pero más rica y confortable, más llena de posibilidades y donde podemos rendir mejor nuestros talentos, que revertirán, de nuevo, en el bien de nuestros hijos. Había dado con la raíz del verdadero patriotismo, que es el agradecimiento y, acto seguido, la responsabilidad. Ya ven que no estoy hablando de banderas ni de himnos ni de política particular, pues hoy no me interesa qué país despierta unos sentimientos u otros, sino la calidad de estos.

Se entiende bien la preocupación del aún beato Juan Pablo II. Mal está que con frecuencia no podamos ser virtuosos por nuestra debilidad o por nuestro aturullamiento; pero que nosotros mismos con los conceptos más elementales nos demos gato por liebre es una lástima. Si lo confundimos todo, nos equivocamos seguro y siempre, tan tontamente.

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