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Al cierre de 2019, la economía colombiana mostraba signos alentadores de recuperación; quizás por esa circunstancia no se advertían falencias profundas: el empleo no aumentaba y los déficit fiscal y externo eran crecientes. La pandemia agravó la situación. La contracción de la economía el año pasado fue casi del 7 %, la mayor que hemos tenido. El impacto social de ese retroceso es de 3 millones de nuevos pobres; es decir, que mientras en 2018 el 34,7 % de la población era pobre, al cierre del año pasado la cifra fue cercana al 42 %. Para mitigar esa tragedia, ha sido inevitable ampliar el endeudamiento, pero como las deudas que estamos adquiriendo hay que pagarlas, es incuestionable que se requiera una reforma tributaria para ese objetivo y para financiar con recursos sanos la agenda social.
La tradición colombiana ha consistido en afrontar los problemas de insuficiencia de ingresos como una cuestión apremiante, circunstancia que suele traducirse en que se omiten debates rigurosos sobre la estructura del gasto. Debemos evitar que, de nuevo, así ocurra. La solución no puede consistir, como algunos han propuesto, en congelar, por un cierto número de años, los gastos de funcionamiento, y, menos aún, los salarios de los funcionarios públicos, sin contar para esa drástica medida con adecuados elementos de juicio sobre la magnitud, calidad y pertinencia del gasto de funcionamiento.
Al rompe es posible afirmar que tenemos un servicio civil mediocre. Muchos de los funcionarios son meros contratistas, que hoy están y mañana no, pues llegan a altas posiciones por procedimientos clientelares. Aquellos que cuentan con formación adecuada y vocación de servicio público son una fracción decreciente de la nómina. Y si bien tenemos ínsulas de eficiencia, tales como el Banco de la República, el Ministerio de Hacienda y la Superfinanciera, en muchas otras dependencias los niveles de productividad y calidad son bajos. Los sucesivos gobiernos no se han atrevido, porque los costos políticos serían elevados, a acometer un estudio sobre la contribución que realizan los organismos de control a la moralidad y la eficiencia de la Administración. Por razones como estas, el Congreso debería ordenar un estudio a fondo del aparato estatal que sirva como legado del actual gobierno al que elijamos el año entrante.