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En la extensa lista de las creaciones humanas, desde el descubrimiento de la rueda hasta la tecnología espacial, no he visto incluida aquella que se convirtió, sobre todo en tiempos pasados, en el más eficaz instrumento de dominio de los cuerpos y de las almas. Me refiero al sistema judicial y penal resultante de la invención del pecado con su burocrática división en pecados veniales y pecados mortales, y el subsiguiente catálogo de castigos, prohibiciones y penitencias. Desacreditado, caído en relativo desuso como aquellos monumentos de la antigüedad que el tiempo implacable ha arruinado, pero que conservan, hasta la última piedra, la memoria y la sugestión del que fue su antiguo poder, el sistema judicial y penal que tuvo origen en el pecado continúa envolviendo y oprimiendo, de modo capcioso o directo, como una tela, nuestras conciencias.Lo comprendí mejor (si se me permite, en esta ocasión, hablar de mí mismo) ante las polémicas desatadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas, casi siempre, dichas polémicas, por calumnias e insultos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio según Jesucristo apenas una novela que se limita a representar de nuevo, cierto es que de una manera oblicua y crítica, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que contra ella se pronunciaron la hayan entendido como una amenaza a la estabilidad y a la fortaleza de los fundamentos del mismo cristianismo, en particular en su versión católica. Vendría a cuento preguntarnos aquí sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad que es el cristianismo, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, fundamentalmente, a esa especie de tropismo reflejo del sistema judicial y penal del pecado que, de una o de otra manera, con todas sus consecuencias, llevamos dentro de nosotros.