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Respuesta:El que no conoce la historia está condenado a repetirla” es la frase que se repite a menudo para subrayar la utilidad social de la historia. Resulta irónica, pues si algo saben los historiadores es que, a pesar de continuidades a veces sorprendentes, la historia no se repite nunca. La idea de que, como sociedad, estamos encerrados en un círculo inescapable de desigualdad, arbitrariedad, valemadrismo, subdesarrollo y explotación tiene el mismo origen y propósito que las afirmaciones sobre el origen “cultural” —que suponen tanto el inmutable como el genético— del carácter esquivo, violento o corrupto de los mexicanos. Otro socorrido argumento para defender una disciplina que a tantos niños y jóvenes mexicanos parece más aburrida que chupar un clavo es el insistir en su importancia cívica como herramienta para forjar patria: el cacareado nuevo “modelo educativo” afirma que uno de los objetivos de la materia de historia es “desarrollar” en niños y jóvenes una “identidad nacional”, a la par de una —¿algún problema habrá de muchachos que se creen marcianos?— global”.1 Y esto a pesar de que los historiadores disque serios —los académicos— han hecho del rechazo a la historia nacionalista, “oficial”, el membrete de su profesionalismo. Otros, menos serios —y, aparentemente, mucho más divertidos— han hecho un gran negocio de desbancar los “mitos” y las “grandes mentiras” de la historia que nos enseñaron en la escuela para devolver a los mexicanos la que les fue “robada”.2 A nadie parece quedarle muy claro, entonces, para qué —y si es que— sirve la historia.
¿Qué tienen entonces que ofrecer los historiadores a la sociedad cuyo pasado estudian? ¿Qué lugar debería ocupar la historia en una publicación que, más que un puente, pretende ser un espacio de encuentro e intercambio, entre la academia —hiperespecializada, que a veces parece haber inventado los problemas que investiga y el lenguaje esotérico con el que describe sus hallazgos— y un público más amplio? Los historiadores estuvieron presentes en la encarnación original de Diálogos. Enrique Florescano y Luis González y González, cuya obra renovaba profundamente la conversación historiográfica del momento, invitaron a colegas y lectores a participar en la aventura. El primero invitaba a explorar una historia “abierta y experimental”, como buena ciencia, y que echaba mano de otras disciplinas como la economía, la antropología, la sociología y hasta la meteorología. El segundo, más prolijo, planteó como problema la tensión que existía entre “la historia académica y el rezongo del público”. Insistió en la “virtud capital de la provincia” y en la importancia de las vivencias pueblerinas, humanas, casi íntimas de la microhistoria como historia matria.3
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