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Hasta la irrupción de Copérnico a principios del siglo XVI, la astronomía apenas había evolucionado desde la Grecia clásica. El viejo canónigo polaco inició la revolución científica al asegurar que era el Sol, y no la Tierra, el que ocupaba inmóvil el centro del universo.
Copérnico acertó en su disposición del sistema solar, pero no abrió un nuevo camino para la ciencia, sino que se pasó el resto de su vida tratando de ajustarlo en la física medieval. Como afirmaría el escritor Arthur Koestler en Los sonámbulos (1959), “era como intentar encajar un motor de turbopropulsión en una vieja y destartalada diligencia”.
Entre aquellas viejas doctrinas intuidas por Pitágoras o Platón y sistematizadas por Aristóteles había quedado prendida la idea de que el movimiento de los astros era circular y uniforme. Este dogma no se rompería hasta que un matemático alemán con veleidades místicas y un talento natural para la abstracción teórica fijase sus leyes, Johannes Kepler.
Retrato de Johannes Kepler, c. 1610. TERCEROS
Nada al azar
Kepler (1571-1630) se dio a conocer con una obra que concibió a partir de una revelación súbita del misterioso cosmos. Tenía 24 años y había abandonado sus estudios de Teología para aceptar una plaza de astrónomo y matemático en el seminario austríaco de Graz.