¿Cómo se va gestando el nuevo orden mundial en lo político, económico y social, desde un contexto de pandemia
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Durante los meses transcurridos desde la aparición del coronavirus, los analistas han coincidido en concluir que la pandemia actual representa tanto la peor crisis de salud pública como el mayor desafío a la democracia desde la Segunda Guerra Mundial. El COVID-19 supone un desafío radical a nuestro sistema político, al estado de bienestar, a nuestras cotas de prosperidad económica y posición de liderazgo global. Sin embargo, hay menos acuerdo en lo que se refiere a las consecuencias de la pandemia en el orden mundial, esto es, en lo que respecta a la distribución y legitimidad del poder. Los análisis se centran en una cuestión principal: ¿acelerará una transición hegemónica, o enconará el conflicto de poder entre China y EE. UU.?
Algunos analistas creen que el COVID-19 remodelará el orden mundial[1] al reforzar el liderazgo global de China[2], que aprovechará la ausencia del liderazgo estadounidense e incrementará su “diplomacia de mascarillas” (por ser el mayor proveedor de material sanitario). Otros sostienen que la pandemia es un catalizador que, como mucho, se limitará a acelerar los desafíos y conflictos previos entre China y EE. UU.[3].
¿Habrá un nuevo orden mundial como consecuencia del COVID-19? La combinación de una pandemia y de su impacto en la economía global provocará algunos efectos geopolíticos, pero no cambiará el orden mundial, por dos razones principales:
1) En primer lugar, la historia demuestra que las pandemias nunca han afectado a las políticas entre grandes potencias: la gripe de 1918-19 apenas se menciona en el discurso moderno sobre las relaciones internacionales; el SARS de 2002-04 no frenó el ascenso de China en el sistema internacional; las pandemias de gripe H1N1 (2009) y ébola (2014 y 2019) tampoco trastocaron el equilibrio de poder entre las grandes potencias.
2) La segunda razón es igualmente obvia: desde las guerras napoleónicas, los cambios significativos en la distribución del poder han sido consecuencia de guerras (así, los órdenes surgidos después de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, o tras la Guerra Fría).
Como afirma Henry Kissinger, el orden mundial cambia cuando se enfrenta a una de dos circunstancias posibles que desafían su cohesión: la redefinición de la legitimidad o un cambio significativo en el equilibrio del poder. No estamos todavía ante una redefinición de la legitimidad del orden mundial creado tras la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. La relación transatlántica que lo sostiene afronta muchas dificultades, pero los países que lo conforman no han abandonado los valores de la democracia liberal. Ningún poder revolucionario ha conseguido imponer un orden alternativo. Los que creen que China va a salir de esta pandemia como mayor beneficiario por aumentar su influencia a través del poder blando y convertirse en paradigma de la gestión eficiente del COVID-19, se equivocan. Hay una absoluta falta de transparencia en la gestión de la crisis del Gobierno chino, por lo que no puede ser un modelo en ese aspecto. La “diplomacia de mascarillas” es pura propaganda del régimen comunista y no “poder blando”, porque este se basa en atracción persuasiva. Nadie querría ir a vivir a China, aunque disponga de material sanitario excedente (y en gran medida defectuoso), y sí –todavía– a los países de la UE o a EE. UU.
El cambio significativo en el equilibrio del poder que podría afectar al orden liberal se estaba gestando antes de la pandemia. China entonces representaba el principal desafío a aquel, porque era difícil que su ambición se acomodase a una tensión estable con EE. UU. Pero esta tendencia, en lugar de acelerarse, se puede ralentizar. Pues una de las consecuencias más previsibles del COVID-19 será la “desacoplación”. Los EE. UU. y la UE procurarán depender mucho menos en lo económico de China, lo que debilitará el poder de esta y, por tanto, su capacidad de influir en las relaciones internacionales.
El COVID-19 cambiará nuestro estilo de vida, pero no el orden mundial mientras los países democráticos estén dispuestos a defender y conservar sus valores e instituciones. Y lo harán, porque estos son la base de la legitimidad de su poder nacional e internacional y porque los necesitan para proporcionar a sus ciudadanos seguridad, orden, bienestar económico y justicia sin renunciar a la libertad.