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Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos. Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos. Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo y de toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas. La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas. Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos. Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores. -Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo. -Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta. Era el hijo mayor al que llamaban «El tullido», pero su nombre era Hans. De niño había sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una «debilidad en las piernas», como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco años en cama. -Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer. -¡Eso no lo engordará! -observó el padre. Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado. Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar. -De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta. Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa: Si los reyes se reuniesen y juntaran sus tesoros, no podrían añadir una sola hoja a la ortiga. En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el y sus aprendices, sino también para GartenKirsten y Garten-Ole. -
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