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l mejor profesor de mi vida me enseñó que hay pocas cosas comparables con la emoción intelectual de ver cómo aprende un alumno. Vivir el momento en que sus pupilas se agrandan (fenómeno real, no ilusión poética) cuando su mente se enriquece gracias a ti es indescriptible. Y qué decir del momento en que un ex alumno llega a establecer contigo una discusión de igual a igual, o incluso llega a superarte. No hay nada igual: ver cómo un estudiante te deja atrás gracias justamente a lo que aprendió contigo es tu Premio Nobel como profesor. Un solo caso justifica muchos años de esfuerzos y sinsabores.
Por desgracia, muchos profesores y bastantes estudiantes aún no han tenido la fortuna de vivir esa situación. Y la vida diaria no está demasiado poblada de este tipo de sensaciones. Un profesor no puede mantener al máximo su sismógrafo emocional como docente a todas horas, pero me gustaría recordar algo a los docentes que ya están abatidos por la desilusión, el hastío, la carencia de recursos, la falta de empatía y reconocimiento social, la desidia de los alumnos, la indiferencia de los padres, la manipulación política, o simplemente porque ven cómo poco a poco les fallan las energías para ponerse delante de unos jóvenes cuyo universo ven cada vez más distante. Muy pocos estudiantes olvidan a un gran profesor.
Sé bien lo que digo. Cualquiera de nosotros echará antes en el olvido a su primer amor, a aquel amigo íntimo de infancia o al fiera que lo machacaba sin piedad en el recreo. Pero los grandes profesores dejan una huella que permanece hasta el final de los días. Es una relación de una naturaleza tan singular que el paso del tiempo, que tantas cosas se lleva por delante, lejos de enturbiarla, solo consigue purificarla, embellecerla y mitificarla.
Me gusta evocar con nostalgia la relación maestro-discípulo. Es algo que, desgraciadamente, ya no abunda, pero me niego a aceptar que se haya extinguido. Tuve la fortuna de vivirla con el mejor profesor de mi vida. Se llamaba Joaquín Plans Portabella.
Joaquín Plans fue mi profesor de Física cuando estudiaba en Madrid para ser profesor. Recuerdo su primera clase como si el tiempo se estuviera rebobinando cada día. Se acercó a la puerta absolutamente extraviado: no tenía ni la menor idea de dónde le tocaba. Se detuvo un momento, preguntó al que estaba más cerca y, una vez confirmada el aula, entró sonriendo de forma desmedida. Uno de sus encantos era su expresividad desmedida.
Desde el primer momento noté que tenía una recarga de combustible nuclear en el cerebro. Fue abrir la boca y darme cuenta de que nunca había tenido un profesor así (y me acuerdo de muchos, empezando por la maestra que me enseñó a leer, doña Ramona). Joaquín se volvía loco por enseñar, era un incontinente del conocimiento. Jamás se sentaba (luego entendí que dar clase de pie, como los toreros, es requisito imprescindible para ser buen profesor). Dejaba su carterón de tonelada y media en la mesa y, de forma súbita, se dejaba llevar por un arrebato didáctico feroz, de modo que, si se hubiera hundido el mundo, no nos habríamos enterado.
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