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tiempo todo lo cura. Enfría la pasión, consolida el poder, perdona las ofensas, y hace amigos a quienes fueron empecinados adversarios. Hace casi seiscientos años, un ilustre antepasado del elegante caballero que vemos a la izquierda de la imagen, Enrique VIII de Inglaterra, quiso divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón, por cierto hija de nuestros Reyes Católicos, y un Papa de Roma, Clemente VII, se opuso a ello por razones doctrinales y de alta política. La negativa pontificia no frenó los deseos del impetuoso monarca, que rompió relaciones con el sucesor de San Pedro, creó una iglesia propia de la que se declaró cabeza visible, se divorció de la reina española y llevó al lecho conyugal a Ana Bolena, hasta que se cansó de ella y la mandó al patíbulo. Pero además de eso, Enrique disolvió las órdenes religiosas, se incautó de los cuantiosos bienes eclesiásticos y, con la venta de los mismos, construyó una potente flota naval (un factor decisivo en la consolidación del imperio inglés) y dio impulso al desarrollo industrial. Ni que decir tiene que esa conducta le granjeó la animadversión de la Iglesia Católica y las relaciones entre el Vaticano y la Corona de Inglaterra no fueron precisamente amables durante mucho tiempo. Los Papas de entonces, además de disponer de ejército y de territorio, ejercían de guías espirituales de la cristiandad, justificaban el origen divino de las monarquías, y, por supuesto, no querían perder esa situación de privilegio.
Afortunadamente, desde entonces ha llovido mucho (sobre todo en Inglaterra) y la moral de conveniencia, la moral de temporada y la moral de Pret a porter han sustituido ventajosamente a la rígida moral de antaño, que hoy por hoy ya es una vistosa pieza de museo, igual que puedan serlo las armaduras medievales. Enrique VIII ejerció el poder con enorme crueldad, pero entre otras cosas prácticas hizo recaer la jefatura de la iglesia anglicana sobre la cabeza de sus sucesores, a ninguno de los cuales, por cierto, se le ha ocurrido renunciar a ella. Y tampoco parece que esa idea pueda anidar en el cerebro del príncipe de Gales el día que herede la corona de su madre la reina Isabel. Al menos eso cabe deducir de la forma, entre risueña e impertinente, con la que mira al papa Benedicto XVI, durante la visita que este les concedió a él y a su esposa en la Biblioteca Vaticana. Su situación es, desde luego envidiable, si la comparamos con la del Papa. Ni tuvo que hacer voto de castidad, ni tuvo que renunciar a ninguno de los placeres mundanos (incluido el polo), ni tiene que esperar a que el Espíritu Santo lo señale con el dedo para resultar elegido jefe de la iglesia de Inglaterra. Le basta con ser hijo de su mamá.
En cuanto al paquetito que lleva la princesa en la mano deducimos que es un regalo que acaba de hacerle el Papa. Alguna medalla o recuerdo piadoso. Otra cosa sería impensable.
tiempo todo lo cura. Enfría la pasión, consolida el poder, perdona las ofensas, y hace amigos a quienes fueron empecinados adversarios. Hace casi seiscientos años, un ilustre antepasado del elegante caballero que vemos a la izquierda de la imagen, Enrique VIII de Inglaterra, quiso divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón, por cierto hija de nuestros Reyes Católicos, y un Papa de Roma, Clemente VII, se opuso a ello por razones doctrinales y de alta política. La negativa pontificia no frenó los deseos del impetuoso monarca, que rompió relaciones con el sucesor de San Pedro, creó una iglesia propia de la que se declaró cabeza visible, se divorció de la reina española y llevó al lecho conyugal a Ana Bolena, hasta que se cansó de ella y la mandó al patíbulo. Pero además de eso, Enrique disolvió las órdenes religiosas, se incautó de los cuantiosos bienes eclesiásticos y, con la venta de los mismos, construyó una potente flota naval (un factor decisivo en la consolidación del imperio inglés) y dio impulso al desarrollo industrial. Ni que decir tiene que esa conducta le granjeó la animadversión de la Iglesia Católica y las relaciones entre el Vaticano y la Corona de Inglaterra no fueron precisamente amables durante mucho tiempo. Los Papas de entonces, además de disponer de ejército y de territorio, ejercían de guías espirituales de la cristiandad, justificaban el origen divino de las monarquías, y, por supuesto, no querían perder esa situación de privilegio.
Afortunadamente, desde entonces ha llovido mucho (sobre todo en Inglaterra) y la moral de conveniencia, la moral de temporada y la moral de Pret a porter han sustituido ventajosamente a la rígida moral de antaño, que hoy por hoy ya es una vistosa pieza de museo, igual que puedan serlo las armaduras medievales. Enrique VIII ejerció el poder con enorme crueldad, pero entre otras cosas prácticas hizo recaer la jefatura de la iglesia anglicana sobre la cabeza de sus sucesores, a ninguno de los cuales, por cierto, se le ha ocurrido renunciar a ella. Y tampoco parece que esa idea pueda anidar en el cerebro del príncipe de Gales el día que herede la corona de su madre la reina Isabel. Al menos eso cabe deducir de la forma, entre risueña e impertinente, con la que mira al papa Benedicto XVI, durante la visita que este les concedió a él y a su esposa en la Biblioteca Vaticana. Su situación es, desde luego envidiable, si la comparamos con la del Papa. Ni tuvo que hacer voto de castidad, ni tuvo que renunciar a ninguno de los placeres mundanos (incluido el polo), ni tiene que esperar a que el Espíritu Santo lo señale con el dedo para resultar elegido jefe de la iglesia de Inglaterra. Le basta con ser hijo de su mamá.
En cuanto al paquetito que lleva la princesa en la mano deducimos que es un regalo que acaba de hacerle el Papa. Alguna medalla o recuerdo piadoso. Otra cosa sería impensable.
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