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En una mañana en que el sol resplandecía, y bajo las hojas corrían unas líneas finas de agua, La fauna toda salía, en busca de su pan diario, eslabonando así la diaria lucha por la existencia.
Apareció entre el tupido bosque un Motelo, todo somnoliento sus ojos pardos, avanzó algunos pasos, tardo, pesado.
Encrespadas las aletas brunas de su hocico, miro a su alrededor, ante pequeños ruidos se ocultaba apresuradamente, pescuezo, cola y patas, así proseguía su marcha parsimonioso y lento.
De pronto irguió la cabeza brillaron sus ojillos pardos y las aletas del húmedo hocico se agitaron inusitadamente, su presa estaba allí.
En el centro de un charco de aguas pluviales, sobre una ramita frágil, un gusanillo hacía malabares para no zozobrar.
Apresuró entonces su marcha con dirección al gusanillo. Tropezando a cada instante impedido por el barro, pero no despegaba los ojos de su presa; fijos en ella, lacrimosos, sensuales, parecía devorar a la distancia.
En una pisada en falso salpicó un poco de barro y se tapó un ojo, por un momento se detuvo, y luego miró con su ojo tuerto todo lo más que pudo, y reanudando su marcha, llegó al cabo, jadeante; estiró el pescuezo abriendo tremenda boca, y en el preciso instante en que el gusanillo verdeaba sus dientes, oyóse un sordo tronar que estremeció el bosque y, siguiendo al estrépito del derrumbe, se desplomó un pesado Huacapú sobre el Motelo, rubricando así el primer acto de este drama selvático.
Todo continuaba igual, a esa mañana fresca y reventona de algarabía sacudieron otras tantas de sol, de tormentas y de aguaceros que duran días enteros, escenas como este, se dieron por más de veinte año.
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