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Efectivamente, nos encontramos con factores extrínsecos y con factores intrínsecos al propio cristianismo. Entre los primeros se puede decir que el cristianismo se beneficia de los elementos que cohesionaban el Imperio Romano, a partir de Augusto.
En primer lugar, hemos de mencionar la paz que establece este emperador, apoyada por treinta legiones que protegen las fronteras de sus vastos dominios. Después, podemos aludir a la facilidad de comunicaciones que unía los territorios más alejados con el corazón del Imperio. Una excelente red de calzadas terrestres unida al Mar Mediterráneo, al que llamaban Mare nostrum, constituía una especie de inmensa autopista que comunicaba entre sí los grandes centros comerciales de la época.
Otro factor muy valioso fue la lengua griega en versión popular, el griego de la koiné, que era como el inglés en la actualidad, y permitía circular y hacerse comprender en todos los centros urbanos de la oikumene. Es verdad que en algún caso particular los evangelizadores cristianos tuvieron que usar “un dialecto bárbaro”, como hizo S. Ireneo de Lyon para evangelizar a los galos, pero esto era menos frecuente.
Con todo, el motor principal de la expansión cristiana es el dinamismo que se encuentra ínsito en el mismo mensaje cristiano. Así pues, del interior del mismo mensaje saldrían esos factores intrínsecos.
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