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Como la princesita del cuento recopilado por los Grimm, que cuando lloraba de sus ojos salían perlas, Steven Spielberg es un personaje de cuento que cuando piensa opera similar milagro le salen dólares hasta de las orejas. La última ocurrencia del Wonder Boy ha sido de órdago: una "revisitación", en carne y hueso, de los populares dibujos animados de Hanna y Barbera, Los Picapiedra.Spielberg planeó antropomorfizar a los personajes de Hanna y Barbera para darlos a consumo a espectadores previamente preparados. Astuto como es, y a falta de un argumento de más peso -sin ir más lejos, una película solvente-, se inventó todo un gancho para espectadores despistados consistente en jugar a ver si John Goodman es o no Pedro, si la Perkins es una Wilma plausible, y así con todos los personajes. Y vendió la cosa, y cómo. El problema es que Los Picapiedra, la película, se reduce a una brillante operación de venta, porque no es una película, sino una tontería estupidizante construida con media idea de aluvión, la crítica al yuppismo que tan de moda está hoy mismo; con efectos especiales concebidos sólo para hacer la película lo más mimética posible a la serie de partida, y con una ideología subyacente que explica el por qué The Flintstones voló de la cadena ABC cuando los sixties le reventaron literalmente en las narices al establishment político. O sea, que Spielberg ha operado el milagro de resituarnos en el tiempo, hace 30 años, para mostrarnos una convencional familia americana pre Vietnam.