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A mediados del siglo IV aC Filipo II, el soberano de un pequeño reino de
bárbaros helenizados llamado Macedonia, inició una cadena de campañas de
conquista. En tan sólo 20 años sometió toda la Península Helénica. Pero sus
hazañas quedaron oscurecidas por las de su hijo Alejandro, conocido como el
Magno, que en la mitad de tiempo conquistó todo el mundo conocido por los
griegos, desde Grecia y el Valle del Nilo hasta el Valle del Indo. Nunca se hizo
nada semejante. Por supuesto, la huella que dejó este Alejandro Magno fue
imborrable, no sólo por la construcción de un imperio, sino, y sobre todo, por la
fundación de ciudades y la extensión de la lengua y cultura griega.
1.000 años más tarde, en Europa pervivía la memoria de Alejandro Magno;
pero bastante distorsionada por el recuerdo de conquistadores menos brillantes
pero más cercanos, como Julio Cesar o Carlomagno (otro “magno”). Al fin y al
cabo, Alejandro fue un emperador de tierras lejanas que no era cristiano; de
hecho, ni siquiera estaba claro que fuera griego. Así que pasó a ocupar un
lugar más cercano a la leyenda que a la historia. No obstante, a lo largo de la
Edad Moderna se fue recuperando su figura. Y en el siglo XIX, y sobre todo en
Inglaterra, el personaje volvió a ser conocido, sus citas (probablemente,
apócrifas) repetidas, y sus batallas estudiadas. Se convirtió en un modelo.
Cuando Hernán Cortés ordenó barrenar sus naves para que los soldados no
tuvieran la tentación de volver a Cuba, no hizo más que imitar lo que el
macedonio hizo en 355 aC en Fenicia ante el ejército persa. También Napoleón
Bonaparte conocía las hazañas bélicas de Alejandro, a quien quiso emular en
Egipto y, en realidad, a lo largo de toda su vida. Entre los políticos y
colonialistas ingleses era una referencia (¿recuerdan El hombre que pudo
reinar, de John Houston con Sean Connery y Michael Caine?). La memoria de
Alejandro Magno ha seguido a los ejércitos coloniales en todo el mundo.
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