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Prólogo
La vida de la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios. Esta es trasmitida en la Sagrada Escritura, o sea en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Según la fe de la Iglesia estos escritos están inspirados, tienen por autor a Dios, quien para su redacción se ha servido de hombres escogidos por Él. Por causa de su inspiración divina, los libros bíblicos comunican la verdad. Todo su valor para la vida y la misión de la Iglesia depende de su inspiración y de su verdad. Los escritos que no provienen de Dios no pueden comunicar la Palabra de Dios y los escritos que no son verdaderos no pueden fundar y animar la vida y la misión de la Iglesia. Sin embargo, la verdad presente en los textos sagrados no es siempre fácilmente reconocible. A veces hay ahí, al menos aparentemente, contrastes entre lo que se lee en los relatos bíblicos y los resultados de las ciencias naturales e históricas. Estas parecen contradecir lo que afirman los escritos bíblicos y poner en duda su verdad. Es obvio que esta situación compromete también la inspiración bíblica: si lo comunicado en la Biblia no es verdadero, ¿cómo puede tener a Dios por autor? A partir de estos interrogantes la Pontificia Comisión Bíblica se ha esforzado en indagar sobre la relación que existe entre inspiración y verdad y en verificar de qué modo tratan estos conceptos los mismos escritos bíblicos. Ante todo se debe constatar que raramente hablan los escritos sagrados directamente de inspiración (cf. 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,20-21), aunque muestran continuamente la relación entre sus autores humanos y Dios, y expresan así su proveniencia de Dios. En el Antiguo Testamento esta relación que vincula al autor humano con Dios y viceversa es atestiguada con formas y características diversas. En el Nuevo Testamento cada relación con Dios es mediada por la persona de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Él, Palabra de Dios que se ha hecho visible (cf. Jn 1,1.14), es el mediador de todo lo que proviene de Dios.