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Si la reina Isabel I de Castilla ocupa un lugar de primer plano en los anales, es por el protagonismo que le tocó ejercer en la formación de la doble monarquía castellano-aragonesa y del Estado moderno, conformando un modelo político que recogerán y ampliarán los Austrias y que se mantendrá por lo menos hasta la extinción de aquella dinastía, a finales del siglo XVII. El primer paso lo constituyó la marcha al poder. No fue fácil. Isabel actuó con determinación y astucia para convertirse en princesa de Asturias, heredera y luego reina «propietaria» de Castilla. Para ello tuvo que humillar a su sobrina Juana, a esa que ha pasado a la Historia como la Beltraneja. En Guisando (1468), Enrique IV no declara que su hija es ilegítima; sencillamente la excluye de la línea sucesoria por miedo a un sector de la aristocracia; en último término, Isabel debió la Corona de Castilla, no a sus derechos, sino a la fuerza de los que la apoyaban; ella le quitó pues el Trono a la verdadera heredera, aunque luego, con el tiempo, después de su victoria en la guerra de sucesión, gobernó de tal manera que logró legitimar a posteriori su reinado, lo mismo que hiciera su nieto, Carlos I, que realizó un golpe de Estado para reinar junto con su madre -a la que siempre se consideró como reina legítima de Castilla- y que, tras una guerra civil, acabó siendo aceptado y legitimado. En ambos casos, si no salieran bien las cosas, los protagonistas hubieran sido acusados de haber usurpado el poder e incluso se les hubiera podido destronar.
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