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La escasa penetración popular del federalismo en España, tras décadas de enconados debates territoriales, dice mucho de su débil fuerza propagandística frente a la enorme carga emocional de los nacionalismos. El discurso federal aparece demasiado frío, racionalista, un sesudo asunto solo al alcance de catedráticos de derecho constitucional, y por ello incapaz de ganar la partida a las pasiones identitarias que sacuden la política española. Sin embargo, algunos creemos que podría ser diferente si se articulase con eficacia una narrativa federal que incluyera también los valores, emociones y sentimientos del proyecto común español.
Las razones de ese fracaso son achacables a muchos motivos. De entrada, el federalismo en España es la historia de una malentendido. La cultura política de la derecha lo ha asociado al cantonalismo, la disgregación, a veces incluso a la antesala de la separación. En la izquierda, o por lo menos en una parte de ella, particularmente en Cataluña, se ha tendido a confundir el federalismo con algo parecido a la confederación, invocando incluso en su nombre el falaz derecho a decidir. La reciente interlocutoria del Tribunal Constitucional alemán sobre la imposibilidad de que los Länder celebren referéndums de secesión demuestra el carácter unitario del sistema federal. A diferencia de la confederación, el federalismo es una unión integrada, cohesionada y solidaria. Por un lado, garantiza un autogobierno sustantivo a los entes territoriales, pero también requiere cooperación, es decir, exige implicar y hacer participe a esas unidades federadas de la voluntad general de la federación.
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La ciencia política internacional cataloga nuestro modelo autonómico como federal, aunque no se diga así. En cambio, en el debate político español las cosas no parecen tan claras y el vocablo federal suscita inacabables discusiones. Cuanto menos se puede afirmar que el diseño territorial nacido en 1978 reúne la mayoría de los elementos de un Estado federal, como demuestran los sólidos niveles de autogobierno de las autonomías, por encima de la mayoría de las federaciones contemporáneas. Sin embargo, nuestro Estado de las autonomías tiene problemas de coherencia y estabilidad evidentes, como puso de manifiesto el Consejo de Estado en un famoso informe en 2006. No es momento de enumerarlos ni de ahondar en el abanico de soluciones. Está todo dicho en la literatura académica. Ahora solo falta que haya capacidad y voluntad política para encontrar el mejor momento que nos conduzca a votar todos juntos una reforma constitucional hecha desde el consenso.
Ahora bien, cualquier mejora que se produzca en un sentido federal necesitará dotarse de una narrativa que vaya más allá de un discurso que mezcle lo político con lo jurídico. Si se quiere dar plena coherencia a un fuerte deseo de autogobierno territorial que no ponga en riesgo el principio de unidad, reforzando los espacios de cooperación, la solución se llama federalismo. Para ello es imprescindible que la derecha pierda el miedo a llamar a la cosas por su nombre y asuma que la España federal, bien articulada, es la identidad más útil en la lucha contra los secesionismos. El federalismo no puede ser una propuesta exclusiva de la izquierda.
La mayoría de las grandes democracias se organizan federalmente (Estados Unidos, Canadá, Australia, Suiza o Alemania). El federalismo conjuga bien con principios y valores como unidad, diversidad, solidaridad, responsabilidad, cooperación o lealtad, que permiten a cada grupo ideológico enfatizar lo que le parezca más relevante sin prescindir del resto. Pero el federalismo seguirá fracasando como discurso político en España si pretende construir una comunidad hiperracional. Manuel Arias Maldonado ha explicado brillantemente en Democracia sentimental (2016) el valor de las emociones en la lucha política. El papel de los símbolos es imprescindible, más aún para hacer frente a unos nacionalismos obsesionados en exaltar su identidad.