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Tiempo de virus. Gente confinada. Calles vacías
y un gran silencio. Meses después, con el progresivo retorno de la normalidad, nos damos cuenta del valor de aquel silencio. La ausencia de ruido apacigua. Por el contrario, la estridente sonoridad nos enferma. La OMS recomienda no vivir tolerando niveles de ruido iguales o superiores a los 53 decibelios, pero muchos los superamos.
Vivimos en la era del ruido, dentro de las ciudades y en nosotros mismos, colgados de unos sempiternos auriculares que son la extensión de nuestros oídos. Radio, música, audiolibros, monólogo interno… no importa el contenido, la cuestión es evitar el vacío sonoro como si el silencio nos diera pánico.
Así hemos ido desarrollando distintos tipos de desórdenes vinculados a ese ruido que nos rodea. Ya no hace falta alcanzar la tercera edad para padecer acúfenos, esos molestos zumbidos o silbidos internos que uno escucha sin que el sonido provenga de fuente externa alguna. Cada vez somos más sensibles al ruido y sin duda, uno de los grandes beneficios del confinamiento fue el redescubrimiento del silencio. Recogidos en casa, con el toque de queda y las calles vacías a partir de las diez de la noche, volvimos a ver el cielo estrellado bajo un silencio casi sepulcral en el que los pájaros regresaron para cantar en la mañana.
De pronto, nos dimos cuenta de que el silencio sana y nutre, especialmente cuando lo sentimos en nuestro interior. Porque el silencio no es tan sólo ausencia de ruido o palabra sino una experiencia más profunda.