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El sueño del pongo (en quechua: Pongoq mosqoynin [Qatqa runapa willakusqan] ‘El sueño del pongo [cuento quechua]’), es un cuento que el escritor peruano José María Arguedas recogió de los labios de un campesino indígena del Cuzco y que publicó en 1965. Aunque no se trata de una creación original, posee una clara vinculación con la obra literaria arguediana, de filiación indigenista.
Un siervo indio se dirige a la casa hacienda para cumplir su turno de pongo o sirviente, según la usanza feudal en las haciendas de la sierra peruana. Era un hombrecito de cuerpo esmirriado y con ropas viejas. Solo con verle,el patrón se burló de su aspecto y de inmediato le ordenó hacer la limpieza. El pongo se portaba muy servicial; no hablaba con nadie; trabajaba callado y comía solo.
El patrón tomó la costumbre de maltratarlo y fastidiarlo delante de toda la servidumbre, cuando esta se reunía de noche en el corredor de la hacienda para rezar el Ave María. El patrón obligaba al pongo a que imitara a un perro o a una vizcacha; el pongo hacía todo lo que le ordenaba, lo que provocaba la risa del patrón, quien luego lo pateaba y lo revolcaba en el suelo. Incluso los demás siervos no podían contener la risa al ver tal espectáculo.
Y así pasaron varios días, hasta que una tarde, a la hora del rezo habitual, cuando el corredor estaba repleto de la gente de la hacienda, el pongo le dijo a su patrón: "Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte". El patrón, asombrado de que el hombrecito se atreviera a dirigirle la palabra, le dio permiso, curioso por saber qué cosas diría. Entonces el pongo empezó a contarle al patrón lo que había soñado la noche anterior: ambos habían muerto y se encontraron desnudos ante los ojos de San Francisco, quien examinó los corazones de los dos. Luego, el santo ordenó que viniera un ángel mayor acompañado de otro menor que trajera una copa de oro llena de miel. El ángel mayor, levantando la copa, derramó la miel en el cuerpo del hacendado y lo enlució con ella desde la cabeza hasta los pies. Cuando le tocó su turno al pongo, San Francisco ordenó a un ángel viejo: "Oye viejo. Embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído: todo el cuerpo, de cualquier manera, cúbrelo como puedas, ¡Rápido!" Entonces, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, lo embadurnó en todo el cuerpo del pongo, de manera tosca.
Hasta allí parecía que esa era la justa retribución de ambos y así creyó entender el hacendado, que escuchaba atento tal relato. Sin embargo, el pongo advirtió rápidamente que allí no terminaba la historia, sino que San Francisco, luego de mirar fijamente a ambos, ordenó que se lamieran el uno al otro, en forma lenta y por mucho tiempo. El viejo ángel rejuveneció y quedó vigilando para que la voluntad de San Francisco se cumpliera.
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