• Asignatura: Religión
  • Autor: lisbethq793
  • hace 2 años

¿Cómo relacionarías la enseñanza de los textos bíblicos con las virtudes y valores que pondrás en práctica en tu familia y comunidad en este bicentenario?

Respuestas

Respuesta dada por: FLAVIAMARABARRANTES
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Respuesta:

Entre los muchos frutos del Concilio Vaticano II se puede resaltar la llamada a que la Iglesia se renovara en su vocación a la santidad. En particular, durante un tiempo se consideró en varios ambientes eclesiales que los laicos no podían llegar a niveles de santidad como los sacerdotes o los miembros de la vida religiosa. Se decía que, por estar en medio del mundo y sus ocupaciones, les era más difícil participar de la santidad de Jesucristo. El Concilio Vaticano II, en particular en la constitución dogmática Lumen Gentium sostuvo que: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (n. 40).

La Lumen Gentium fue publicada en 1964, hace un poco más de cincuenta años. Sin embargo, vale la pena hacer un esfuerzo mayor para poner por obra lo que ahí aparece. Aún suena a muchos fieles laicos muy distante el llamado a la santidad. Se ve, la santidad, como algo inalcanzable, o propio de una élite en la vida de la Iglesia. Nada más ajeno al espíritu de Cristo y de su Iglesia.

Tal vez la primera barrera que haya que superar sea comprender qué es la santidad. ¿Es acción del hombre que llega a grandes extremos de virtud? ¿Es aquella característica que hace de uno alguien tan especial que empieza a realizar acciones milagrosas? ¿O es un penoso camino de ir maltratándose para llegar a no sentir más que a Dios? En simple, se puede decir que la santidad es ser otro Cristo. Esto que suena tan difícil es un don que se ha otorgado a toda persona que haya sido bautizada, como afirmó la Lumen Gentium. Desde que se recibe el sacramento del bautismo, Cristo habita en cada uno. De ese modo, ser santo será ser cada vez más uno mismo, en cuanto que “ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Cada vez que se recibe un sacramento, cada vez que se vive como Cristo lo hizo, uno vive la vida de santidad. La peor propaganda que haya podido recibir la santidad es aquella que la mostró como algo tan heroico o exagerado que la hacía sonar a algo más inhumano que humano. Todo lo contrario, en Cristo Verbo encarnado, ser santo significa aprender a ser humano. La santidad, entonces, es aprender a tener en la vida cotidiana la misma vida de Cristo que se ha recibido ya en el bautismo y debe ser desarrollada a lo largo del día, de la vida.

En particular, en la vida de familia, la santidad no sólo es un llamado, sino es posible y necesaria. Muchas veces se puede estar viviendo las características de la santidad sin haberse percatado. Vale la pena la reflexión, entonces, en torno a cómo se vive la santidad en familia.

Ante todo, se vive cuando una pareja ha contraído matrimonio. Una vez que se formulan el mutuo consentimiento, el esposo y la esposa reciben la gracia del sacramento, que los acompañará durante toda su vida. Esa gracia es santificante y da a los esposos el don de Cristo a lo largo de toda su vida matrimonial. En medio de los múltiples problemas que tiene la vida matrimonial, la gracia “no descansa”, sino que está activa. La gracia es el mismo Espíritu, que acompaña a la pareja en todo momento, para que el matrimonio sea como la relación que hay entre Cristo y la Iglesia: de mutua donación. Entonces, ya por el hecho de darse el mutuo consentimiento ante un testigo cualificado hay santidad, hay gracia, hay don de Dios donado a la pareja que contrajo matrimonio.

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