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Respuesta:
Tenía que hacer trasbordo de trenes.
Al bajarse en Chicago, vino a descubrir que
tenía cuatro horas de espera.
Pensó en visitar el museo; los Renoir y los Monet,
siempre habían deleitado sus ojos y conmovido sus
espíritus. Pero está inquieto. L cola de taxis fuera de la
estación lo hizo parpadear
¿Por qué no, pensó, tomar un taxi y viajar treinta
millas al Norte, pasar unas hora en su pueblo natal,
luego despedirse por segunda vez en su vida, y
regresar sin apuro al ten que lo llevaría a Nueva York,
más feliz y quizás más sabio?
Demasiada plata por el capricho de unas pocas
horas, pero que cuernos importaba
Abrió la puerta de un taxi, metió la valija y dijo:
-Green Town, ida y vuelta.
El conductor insinuó una espléndida sonrisa y bajó
la bandera del taxímetro, al mismo tiempo que Emil
Cramer se acomodaba de un salto en el asiento trasero
y cerraba la puerta de un golpe.
Green Town, pensó, y...
Esa cosa al final de la escalera.
¿Qué?
Mi Dios, pensó, ¿qué me hizo acordarme de “eso”
en esta apacible tarde de primavera?
Y fueron hacia el Norte, seguidos por las nubes,
hasta parar en la calle principal de Green Town a las
tres en punto. Se bajó, le dio al taxista cincuenta
dólares de depósito, le pidió que lo esperara, y levantó
la vista.
La marquesina del viejo teatro Gense anunciaba en
letras rojo sangre: DOS PELÍCULAS
ESCALOFRIANTES: La Casa Desquiciada y Doctor
Muerte. ANIMESE A ENTRAR, PERO NO
INTENTE SALIR.
No, no, pensó Cramer, el Fantasma era mejor.
Cuando tenía seis años, todo lo que él tenía que hacer
para dar miedo era ponerse rígido, girar, abrir la boca,
y mirar hacia la cámara con su cara espectral. “Eso”
era terror.
Me pregunto, pensó, si fueron el Fantasma, más el
Jorobado, más el Vampiro los que hicieron miserables
mis noches de infancia.
Y caminando por el pueblo, se rió quedamente del
recuerdo...
De cómo su madre lo miraba por encima de su
desayuno de cereales:
-¿Qué "pasó" durante la noche? ¿Lo "has visto"?
¿Estaba "allí", en la "oscuridad"? ¿Es muy alto? ¿De
qué color? ¿Cómo te las ingeniaste esta vez para no
gritar y despertar a tu padre? ¿Qué, "qué viste"?
Mientras tanto, su padre, asomándose desde el
abismo del periódico, los miraba a ambos y pasaba la
vista por la cinta de cuero para afilar navajas que
colgaba cerca de la pileta de la cocina deseando ser
usada.
Y él, Emil Cramer, de seis años, se sentaba allí,
recordando el dolor punzante en su débil lomo de
cangrejo, si no llegaba al final de las escaleras a tiempo
dejaba atrás a la bestia mounstrosa que acechaba en la
medianoche del altillo, y el alarido del último instante
en que caía como un perro aterrorizado o un gato
escalado, para acabar destrozado y ciego al pie de la
escalera gimiendo;