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Eso me salió
Juan el Bautista lleva predicando unos seis meses cuando Jesús, que ya tiene unos 30 años, va a buscarlo al río Jordán. Jesús no va a verlo para saber cómo está ni para preguntarle por los progresos de su obra. En realidad, va para pedirle que lo bautice.
Como es natural, Juan no cree que deba hacerlo, por eso le dice: “Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?” (Mateo 3:14). Él sabe que Jesús es el Hijo de Dios. Sin duda, su madre, Elisabet, le ha contado que él saltó de alegría dentro de su vientre cuando María fue a verla estando embarazada de Jesús. Además, seguro que, con el tiempo, Juan se enteró de que un ángel había anunciado el nacimiento de Jesús y de que unos ángeles se les aparecieron a unos pastores la noche en que nació.
Juan sabe que el bautismo que realiza es para quienes se arrepienten de sus pecados, pero Jesús no ha cometido ninguno. A pesar de la reacción inicial de Juan, Jesús le insiste: “Deja que sea así esta vez, porque está bien que cumplamos de este modo con todo lo que es justo” (Mateo 3:15).
¿Por qué es apropiado que Jesús se bautice? Porque lo hace, no para demostrar que se ha arrepentido de sus pecados, sino para indicar que se presenta ante su Padre a fin de hacer Su voluntad (Hebreos 10:5-7). Hasta ahora, Jesús ha trabajado de carpintero, pero ha llegado el momento de que empiece la obra que su Padre celestial le mandó hacer en la Tierra. ¿Espera Juan que ocurra algo extraordinario cuando bautice a Jesús?
Pues bien, Juan cuenta más tarde: “El que me envió a bautizar en agua me dijo: ‘Sabrás quién es el que bautiza en espíritu santo cuando veas que el espíritu baja y se queda sobre él’” (Juan 1:33). Así que Juan espera que el espíritu de Dios descienda sobre alguien a quien él bautice. Por lo tanto, cuando Jesús sale del agua, puede que a Juan no le sorprenda ver “el espíritu de Dios bajando como una paloma y viniendo sobre Jesús” (Mateo 3:16).