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La luz en la pintura cumple varios objetivos, tanto plásticos como estéticos: por un lado, es un factor fundamental en la representación técnica de la obra, por cuanto su presencia determina la visión de la imagen proyectada, ya que afecta a determinados valores como el color, la textura y el volumen; por otro lado, la luz tiene un gran valor estético, ya que su combinación con la sombra y con determinados efectos lumínicos y de color puede determinar la composición de la obra y la imagen que quiere proyectar el artista. Asimismo, la luz puede tener un componente simbólico, especialmente en religión, donde a menudo se ha asociado este elemento con la divinidad.
Puerto con el desembarque de Cleopatra en Tarso (1642), de Claudio de Lorena, Museo del Louvre, París
La incidencia de la luz en el ojo humano produce las impresiones visuales, por lo que su presencia es indispensable para la captación del arte. Al tiempo, la luz se encuentra de forma intrínseca en la pintura, por cuanto es indispensable para la composición de la imagen: los juegos de luces y sombras son la base del dibujo y, en su interacción con el color, suponen el aspecto primordial de la pintura, con una influencia directa en factores como el modelado y el relieve.[1]
La representación técnica de la luz ha evolucionado a lo largo de la historia de la pintura y para su plasmación se han creado a lo largo del tiempo diversas técnicas, como el sombreado, el claroscuro, el esfumado o el tenebrismo. Por otro lado, la luz ha sido un factor especialmente determinante en diversos períodos y estilos, como el Renacimiento, el Barroco, el impresionismo o el fauvismo.[2] El mayor énfasis otorgado a la plasmación de la luz en la pintura se denomina «luminismo», término aplicado generalmente a diversos estilos como el tenebrismo barroco y el impresionismo, así como a diversos movimientos de finales del siglo xix y comienzos del siglo xx como el luminismo americano, el belga y el valenciano.[3]