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En el imaginario político de América Latina ha estado presente la idea de que existe una profunda relación entre la descentralización del poder del Estado y el desarrollo de una sólida democracia. Cuando en los años ochenta los países de la región iniciaban su camino hacia la democratización de la sociedad, en el plano del diseño e instrumentación de un nuevo Estado se incorporaba la variable territorial como factor indispensable. Así, un Estado moderno, democrático y pluralista tenía que presentar un rostro descentralizado, de allí que la relación entre descentralizar y democratizar se convirtiera en un binomio incontrovertible. En esa perspectiva, las autonomías territoriales permitirían el acercamiento del ciudadano a las estructuras de gobierno y a la toma de decisiones, participando en los asuntos públicos a través de las organizaciones civiles y enfrentando así al autoritarismo del poder centralizado, sobre todo militarista en la mayoría de los países.