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Comúnmente se piensa que la resistencia indígena al español se limitó al proceso de conquista que culminó en la segunda mitad del siglo XVI. Inolvidables son las descripciones de cronistas e historiadores que narran episodios tan memorables como la caída de la ciudad de Tenochtitlán -capital del imperio azteca- o el desbande de Cajamarca, donde Francisco Pizarro logró apresar al Sapa Inca Atahualpa.
Sin embargo, la resistencia al europeo fue una constante del largo período colonial. A medida que las huestes hispanas avanzaban e intentaban dominar los extensos territorios americanos, se enfrentaron a muchos pueblos que les opusieron una tenaz lucha.
El rechazo se manifestó de diversas maneras, abarcando desde la simple resistencia pasiva incorporada al quehacer diario, hasta la rebelión armada y generalizada. En muchas zonas conquistadas por el español, los nativos continuaron con sus viejos ritos y creencias, desafiando a la autoridad que intentaba imponer su religión. Estallidos locales y motines de variada intensidad conmovían de tanto en tanto a todas las provincias de la América colonial. Por último, en importantes regiones alejadas de los grandes núcleos urbanos, la guerra permanente caracterizó las relaciones hispano-indígenas.
Las sublevaciones del siglo XVI se deben comprender en el contexto del proceso de conquista. En la mayoría de ellas predominó la violencia con todos sus excesos, practicados por ambos bandos. Por citar un ejemplo, en la guerra de Arauco en el reino de Chile, las crueldades eran pan de cada día. Fueron numerosos los empalamientos que afectaron a los mapuches, siendo quizás el más conocido el realizado al toqui Caupolicán. Por el otro lado, los soldados españoles se estremecían con el sonido de las flautas, fabricadas por los mapuches con los huesos de las canillas de hispanos capturados en combate.
Ya a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la excesiva intransigencia de los misioneros católicos respecto a las costumbres y creencias nativas, desencadenó diversos movimientos locales que combinaban la violencia con rasgos milenaristas. Generalmente estas rebeliones fueron estimuladas por hechiceros que anunciaban la llegada de nuevos tiempos. Se predicaba el abandono del cristianismo y la vuelta a las tradiciones precolombinas a través del restablecimiento del orden interrumpido por la conquista.
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