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La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa, ya que esta última introduce un fuerte relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella la más grande distorsión, ya que el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder. Esto es lo que hace que la constante tensión entre ética y política nunca tenga un modo único o, incluso, satisfactorio de resolución. Sólo la implementación de una lógica argumentativa que parta del reconocimiento de la precariedad y ambivalencia que se entabla en la relación entre ética y política puede servir de resguardo ante aquellas distorsiones que, en nombre de la primera, planteen el riesgo de cercenar desde el poder del estado los espacios de libertad.