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GUERRA DE LOS YACARES – Horacio Quiroga (1878 – 1937)
En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían
muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar
agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces
jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un
yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó
oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al
yacaré que dormía a su lado.
—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—. Siento un ruido
desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se
asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una
nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el
agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no
quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un
viaje hasta el mar, dijo de repente:
—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua
cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la
cabeza. Y gritaban:
—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
—¡No tengan miedo! —les gritó—. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de
nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse,
porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte
ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando
solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella
cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba
por primera vez por aquel río.