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Había una vez un escritor que estaba redactando un libro sobre leyendas ecuatorianas. Imagínatelo en medio de libros y papeles, consultando diccionarios llenos de polvo, escribiendo a mano -y a veces con el pie- unas historias terroríficas llenas de fantasmas y “aparecidos”, cuando de pronto -siempre hay un “de pronto” en estos cuentosescuchó el timbre del teléfono. ¿Dónde estará ese bendito teléfono?, preguntó sacándose los gruesos lentes, pero... qué raro suena, dijo frunciendo la nariz, ¿tendrá gripe el pobrecito? No te rías pero el teléfono sonaba lejano y gangoso porque el escritor estaba sentado justo sobre él. Cuando se dio cuenta de la vibración que le subía por la espalda, se levantó, tomó el auricular y dijo: ¿alooo?, al otro lado de la línea oyó: (hola, a que no adivinas quién soy).
El escritor dijo de inmediato: Caperucita (Nooo), La Bruja Maruja (Nooo), Barba Roja en pantuflas (ya, déjate de hacer bromas), dijo la voz al otro lado (soy yo, María Dolores, tu amiga del Museo de la Ciudad... mira, te tengo una sorpresa, una historia realmente muy interesante... es de fantasmas...). Al escritor se le erizó todo el cuerpo y gritó: ¡no te muevas, no te muevas, ya voy para el Museo! De inmediato quiso correr pero pisó un viejo diccionario, resbaló sobre trescientas hojas amarillentas y cayó como saco de papas sobre un montón de polillas que salieron volando como si hubieran visto un escritor.
Ahora imagínate al escritor, despeinado y sin afeitarse, manejando a la velocidad de la luz, rumbo al Museo de la Ciudad, que -por si acaso- antes no era Museo sino el famoso Hospital San Juan de Dios, y antes que eso, el Hospital de La Misericordia.
Tan pronto llegó a la puerta, gritó: ¿dónde están los fantasmas? Shhh, dijo María Dolores. De inmediato lo llevó por un largo corredor, viraron a la izquierda, entraron a un cuarto cerrado y lo paró frente a una urna protegida por un grueso vidrio. Mira, le dijo. El escritor miró hacia arriba, miró hacia abajo y dijo: muy bonito todo, muy bien arreglado, excelentes colores... pero ¡dónde están los fantasmas! Shhh, volvió a decir María Dolores.
Está ahí, ¿ves? El escritor se acercó a la urna y vio las huellas de unos pies de niño, o tal vez de niña, sobre la arena que estaba dentro. Antes de que el escritor gritara otra vez: “¡dónde están los fantasmas!”, María Dolores dijo: escucha bien, por favor; ayer pusimos arena en esta urna, la aplanamos bien, luego la sellamos con este vidrio grueso. ¿Y?, preguntó el escritor con cara de desesperación. Esto que te cuento sucedió a las cinco de la tarde, esto es, al finalizar la jornada; luego cerramos la puerta con llave y, qué crees, esta mañana descubrimos estas pequeñas huellas sobre la arena, es decir, ¡dentro de la urna sellada!
Antes de que el escritor protestara de nuevo, María Dolores le explicó que era sabido que en el Museo de la Ciudad sucedían cosas muy raras: capas negras que se movían solas en el aire, voces detrás de las paredes donde no había nadie, pasos que los guardias escuchaban a medianoche, cuando el Museo estaba completamente vacío... Ya veo, dijo el escritor tragando saliva y de inmediato volvió a mirar la urna con vivo interés: para su sorpresa le pareció que había dos nuevas huellas de pies de niño, o de niña, sobre la arena. Se le erizaron los vellos de la nuca y se le aflojaron las rodillas. Creo que lo mejor será que nos vayamos de aquí, dijo el escritor con cierto temblor en la voz, y se alejó casi trotando, sin esperar por la sorprendida María Dolores.
Esa noche no pudo dormir bien. El pobre daba vueltas y vueltas en la cama, con un frío espantoso a pesar de los tres pantalones y los cuatro sacos de lana que tenía encima. Por fin, justo cuando empezaba a creer que no iba a poder dormir, un sueño profundo le fue ganando la partida al frío y se lo llevó a una calle llena de niebla.
El escritor se vio entonces caminando por la ciudad desierta, aunque a lo lejos, muy a lo lejos, escuchaba cascos de caballos y agudos relinchos. Pasó el Arco de la Reina y entró a lo que parecía un hospital. Había mucha actividad a pesar de que ya había caído la noche. Los corredores estaban alumbrados por pequeñas antorchas.
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