URGENTEEEEEEEE!!!!
*Extrae 3 figuras literarias del fragmento leído.*
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.
El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de
urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado
antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo,
se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. Encontró el cadáver
cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta
que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de
un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al
mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana
abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como
cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso
aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre
descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba
junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el aire de la ventana había purificado
el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras
amargas. El doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar
propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal vez a
una determinación cifrada de la Divina Providencia.
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