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Pasan los días desde las elecciones al Parlamento Europeo sin que uno de los partidos más perjudicado por ellas —que además es el partido gobernante en España, con mayoría absoluta—, con pérdida de millones de votos, parezca haber tomado nota de lo ocurrido y sacado las consecuencias primero de su debacle, y luego de los enormes niveles de abstención general. Ello debe ser motivo de preocupación no por motivos partidistas, internos del PP, sino del propio sistema, afectado por un agotamiento acelerado, como han manifestado esos resultados y los sondeos sin excepción.
No puede ser que la reacción ante tanto desapego sea, por ejemplo, ese miniplan de estímulos aprobado hace unos consejos de ministros, del cual hoy ya nadie se acuerda y que pretendía combatir al último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en el que una inmensa mayoría de los encuestados no veía síntoma alguno de recuperación económica pese a que hay datos que indican que algo se está moviendo. El problema principal no es la economía, aunque sea el más urgente y las secuelas de la crisis en materia de paro, empobrecimiento de las clases medias y desigualdad sean tan estridentes y, a veces, impidan a mucha gente ver más allá. Cuando ese legado pase a segundo plano, en el medio y largo plazo, el resto de las debilidades del sistema (la crisis política del bipartidismo, la corrupción estructural, la estructura territorial del Estado, la debilidad de la mayor parte de las instituciones de las que nos dotamos para convivir hace casi cuatro décadas, etcétera) emergerán en toda su extensión y con mucha agresividad, ya que el malestar en la democracia va acompañado de la sensación creciente de muchos ciudadanos de que, aprovechando la crisis económica, han sido o engañados y estafados.