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Los otros días escribía que el principio de la autonomía de la persona era el principio rector de la ética. Hoy estuve dándole vueltas al tema y me pareció importante agregar un par de consideraciones.
En primer lugar, no es posible basar todo nuestro sistema de normas y valores en un solo principio. Eso sería tan descabellado como tratar de basar todo un edificio en una sola columna, por sólida que fuera. Nuestra ética es una construcción que se basa en varios principios, no en uno solo. Así, podría decir que el principio de la autonomía de la persona es el “primer principio”, pero que existen otros principios complementarios. Hay ámbitos morales que este principio no cubre, o no totalmente.
Para poner un ejemplo clásico: en una guerra o en una catástrofe es lícito restringir hasta cierto punto el ejercicio de las libertades individuales con el fin de vencer al ejército agresor o de restablecer el orden.
Así, el principio del utilitarismo, esto es, el principio del incremento de la utilidad promedio de todos los individuos, no queda descartado de la esfera de los principios morales, sino que juega un rol secundario. En condiciones normales, los requerimientos derivados el principio de la utilidad se subordinan a las directivas que fija el principio de la autonomía de la persona, pero no siempre en situaciones excepcionales.
Luego está la ética de la virtud, que nos insta a practicar nuestras virtudes o capacidades morales y a expresar nuestros sentimientos morales.
Si le doy una mano a un colega que está atascado de tanto trabajo, no estoy siguiendo ninguna norma que se derive del principio de la autonomía de la persona. En cierta medida, mi ayuda puede enmarcarse dentro del principio utilitarista: al prestar ayuda a un colega seguramente incremento la utilidad general de la institución en la que trabajo, de modo que todos nos beneficiamos. Pero mi ayuda nace más bien de sentimientos morales (puedo compadecerme ante la situación de mi prójimo) y del ejercicio de virtudes como la camaradería.
Por poner un último ejemplo. Cuando perdono a alguien que me ha ofendido, no actúo ni en términos del principio de autonomía ni tampoco del principio utilitarista. Es más, podría ser más provechoso si continuara mostrándome ofendido (mientras ello no lleve a extremos como el resentimiento). Pero al perdonar a quien me ha hecho daño, actúo bajo la guía de sentimientos nobles, ejercito virtudes como la amistad, etc.
Por otro lado, el hecho de que conviene incluir otros principios morales como cimientos de nuestro sistema de normas y valores es más claro aún en el caso de nuestra relación con la naturaleza. Por poner un ejemplo simple: si necesito atravesar un lago, puedo usar el árbol que está a mi lado para construir una balsa. El árbol no es una persona y ni siquiera es un ser capaz de tener sensaciones de dolor o placer, de modo que, al derribarlo, no estoy violando el principio de autonomía de la persona o el principio que me impide causar dolores injustificados e intolerables a los animales. Pero si, para cruzar el lago, puedo servirme de otro objeto en vez de destruir la planta, entonces estoy moralmente obligado a seguir este otro curso de acción. ¿Por qué? Porque aquí se aplican los restantes principios, el principio utilitarista y el principio del ejercicio de las virtudes y de expresión de los sentimientos morales. Al no talar sin necesidad el árbol, contribuyo a la conservación del ambiente, lo que redunda en una mayor utilidad promedio para todos. Igualmente, mi respeto a la planta puede interpretarse como expresión de sentimientos morales (la consideración de la naturaleza, el sentimiento de unión con todos los seres vivos, etc.)
Para concluir: el principio de la autonomía de la persona prevalece sobre los restantes principios, pero hay otros principios morales complementarios que también juegan un rol importante en la guía de nuestra acción.