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Escandaloso. Así calificó el Segundo Imperio Francés el lienzo de la ejecución de Maximiliano de México pintado por Édouard Manet. El artista plasmó al reo –que aparece flanqueado por sus fieles generales Miguel Miramón y Tomás Mejía– ataviado con sombrero mexicano, mientras los hombres del pelotón de fusilamiento visten uniforme galo. Manet remata su feroz crítica a las ambiciones expansionistas de Francia imprimiendo al soldado que revisa su fusil los rasgos de Napoleón III.
No fue la única voz que se alzó contra aquel proyecto imperialista, cuyo chivo expiatorio fue Maximiliano. Victor Hugo pidió por carta a Benito Juárez, líder de los liberales radicales, que perdonara la vida del emperador mexicano. Para Hugo, “Napoleón el pequeño” no era más que un usurpador, que había colocado a otro usurpador, un Habsburgo, en el trono de México. La liberación de este daría grandeza a la causa republicana. Pero las peticiones de indulto no surtieron efecto. La aventura mexicana de Maximiliano acabó de modo trágico en Querétaro.
Un territorio conflictivo
En apenas cuatro décadas, entre la independencia que puso fin al dominio español y la llegada al poder de Benito Juárez en 1858, hubo más de cincuenta gobiernos en México. Aquella permanente inestabilidad, marcada por las luchas intestinas entre las diferentes facciones, culminó con la llamada guerra de la Reforma, que impulsó a Juárez como líder del republicanismo liberal.
Tras acceder a la presidencia, este carismático político, hijo de indios zapotecas, emprendió la nacionalización de los bienes eclesiásticos y decidió suspender el pago de la deuda exterior por dos años. Aquella medida, motivada por la angustiosa situación financiera mexicana, desencadenó la intervención de los países más afectados: España, Francia y Gran Bretaña. El papa Pío IX apoyó esta invasión al desaprobar el reformismo anticlerical de Juárez, que atentaba contra los privilegios de la Iglesia en aquel país.
En diciembre de 1861, el general Juan Prim llegó a Veracruz al frente del cuerpo expedicionario español. Este se vio reforzado un mes más tarde por los destacamentos francés y británico. El amplio despliegue en las costas mexicanas obligó a Juárez a garantizar el cumplimiento de las demandas de las tres potencias europeas. El acuerdo, ratificado por los Tratados de la Soledad en 1862, satisfacía las pretensiones de España y Gran Bretaña, cuyas tropas fueron reembarcadas.
Sin embargo, Napoleón III ordenó a su ejército avanzar hasta la capital. Planeaba expandir los intereses económicos de Francia y, con el pretexto de crear en México un imperio latino, contrarrestar la influencia de Estados Unidos. Era un buen momento. Los vecinos del norte, su principal obstáculo, se hallaban inmersos en un conflicto civil, la guerra de Secesión.
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