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Entre los estudiosos de la historia de la arquitectura se ha convertido casi en un tópico la afirmación según la cual el uso del arco y la bóveda empezó con los romanos. Si bien es cierto que éstos desarrollaron al máximo dichas estructuras, construyéndolas con frecuencia y también a escala monumental —tal como vemos en sus puentes y acueductos, arcos triunfales y anfiteatros que se conservan diseminados por el sur de Europa—, no fueron los romanos los inventores del arco, ni tampoco fueron los primeros en fusionarlos con bóvedas. Cuando se levantó el Coliseo, hacía ya 3000 años que se construía dicho tipo de arcos.
Los pocos arqueólogos que han estudiado este tema coinciden en afirmar que arcos y bóvedas tuvieron su origen en las marismas del bajo Egipto o en Mesopotamia. El prototipo de éstos lo constituía una serie de haces de juncos colocados verticalmente en el suelo, doblados hacia dentro y unidos por su extremo superior, formando, así, un techo. Los dibujos egipcios primitivos nos muestran, al igual que los jeroglíficos que aparecen en ellos, bóvedas de juncos sobre los santuarios, las cámaras de los barcos y otras estructuras. A pesar de que estas antiguas construcciones de caña no se han conservado, dicha técnica se aplica hoy en día en el sur de Irak, en la confluencia del Tigris y el Eufrates, donde un pueblo, los Arabes de los Pantanos, aún construye enormes edificios de juncos abovedados.
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