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El 8 de agosto de 1776 Carlos III fechaba en San Ildefonso la Real Cédula de creación del virreinato del Río de la Plata, el último de los organizados en América por los Borbones: Pedro de Cevallos, teniente general de mis reales ejércitos. Por cuanto hallarme muy satisfecho de las repetidas pruebas que me tenéis dadas de vuestro amor y celo a mi real servicio, y habiéndoos nombrado para mandar la expedición que se apresta en Cádiz, con destino a la América Meridional, dirigida a tomar satisfacción de los insultos cometidos por los portugueses en mis provincias del Río de la Plata, he venido en crearos por mi virrey, gobernador y capitán general de las de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Charcas y de todos los corre gimientos, pueblos y territorios a que se extiende la jurisdicción de aquella audiencia...
Pero, en rigor, no había tal Audiencia; tampoco Intendencias. El proceso de creación del virreinato fue totalmente anormal. Es que el Rey, presionado por las pretensiones lusitanas y -sobre todo- por una Inglaterra que en pleno auge manufacturero necesitaba de la expansión colonial para colocar sus productos, aplicaba una política realista. Pero sí resolvió, a partir de la situación en ultramar, crear una nueva entidad geográfica, política, militar y económica, ¿por qué el nombramiento del virrey sería provisional? Es que, precisamente, atendiendo esa misma situación, no se quiso hacer algo definitivo: Estamos casi ciertos de que nuestras operaciones militares en aquellas regiones -decía el genovés Jerónimo Grimaldi, ministro de Estado- no serán causa de que los ingleses nos declaren la guerra. Pero, claro, el hombre no estaba seguro; convenía llevar la cuestión con la mejor diplomacia.