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«El ladrón Alberto Barrio» de Ángel Bonomini
Alberto Barrio fue ladrón. Tenía nueve años y siempre lo mandaban al almacén de Las Heras y
Azcuénaga. Una mañana fue a comprar una latita de azafrán. El almacén estaba desierto. Había
olor a lavandina y a garbanzos, a jabón y a queso, un olor mezclado y limpio y, aunque afuera la
mañana brillara amarilla de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que
cuidaban las sombras y el fresco.
Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una torre de tabletas de
chocolate Águila. Ante la mirada estupefacta de Barrio levantaba una torre hueca de amarga
delicia, edificio que no guardaba otro tesoro que el de sus propios muros.
Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con gratitud la espera. Primero
contempló la torre. Después se acercó a ella. Por último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando
sus dedos, involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla sin
que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.
La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo pasearon por el placer y la
angustia. A veces, sentía el secreto como una riqueza. A veces se le resolvía en catástrofe: lo
sorprendían robando, lo perseguían, lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le
ponían un uniforme y lo condenaban a soledad y silencio.
Sucesivas correcciones de su conducta lo convirtieron en presidiario, en beatífico renunciante a la
tentación, en gozador exclusivo del chocolate, en dadivoso repartidor de barritas entre sus
hermanos. Creyó —con confusión— que pensar el mal era igual que ejercerlo, que la tentación era
el pecado mismo. Que después de haberlo pensado, robar o dejar de hacerlo no modificaba su
responsabilidad. No desestimó la posibilidad de que adivinaran su proyecto y lo arrestaran.
Durante un mes, cada día, vio la pila, se cercioró de la presencia de la tableta suelta, leyó en la
cobertura la incomprensible aseveración de que el peso neto era de media libra, hizo sus compras
y regresó a su casa. No llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear
una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota. Visitó febrilmente una
serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando ponía el paquete en la bolsa; o se le caía
del bolsillo del impermeable; o una mujer lo delataba al verlo cometer el robo. Y así lo cometió
una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo que lo hacía dar bruscos saltos en la cama
mientras robaba y volvía a robar la golosina. Y una y mil veces desechó la horrible idea para
recobrar la calma que le permitiera la tregua del sueño.
En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su secreto. Con delirante
fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador durante una noche entera, concretar el robo
y no tener después cómo salir del negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía
lo buscaba. Hasta que de pronto un vigilante entraba en el almacén y bajo el poderoso foco de la
linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra vez a la odiada y
temida prisión con el uniforme y la soledad.
Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán El Riojano. La reiteración del hecho,
sumada a la fortuita coincidencia de que ese día también había un sol muy pleno, se le manifestó a
Barrio al principio como un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena:
debía robar la tableta.
Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local. Barrio se encontraba junto a la pila
y pensó fugazmente que almacén debería llamarse el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se
agachó detrás del mostrador. Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El
paquete se deslizó contra su pecho y quedó retenido por el cinturón. En el momento en que el
objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "¿Qué más?", preguntó el hombre.
"Nada más", respondió el ladrón.
Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su costumbre, salió del almacén. Se
metió en su casa. Desde la puerta de la calle hasta la de su departamento se alargaba un estrecho
y profundo corredor. También por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la
realidad de que el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se
volvió seguro de ver a los mil veces imaginados vigilantes. Entregó el azafrán a su madre y se
encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No quiso mirarse en el espejo por miedo
de haber cambiado de rostro. Se sentó en el borde de la bañadera y sacó el paquete que se había
calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la cobertura amarilla
que ostentaba la imagen de un águila con las alas desplegadas, después el papel plateado. Pero no
había chocolate. Era una tableta de madera.