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El embarazo es una cuestión de identidad femenina. Después de que Elisabeth Badinter nos ilustrara sobre la identidad masculina en su libro XY, hay que afrontar esa identidad-otra que la historia ha visto demasiadas veces de soslayo y el arte ha hecho suya a través de un hecho natural, el embarazo, que contiene una profunda carga cultural. La exposición Representando el embarazo: de Holbein a las redes sociales, en el Foundling Museum de Londres, ha sido una de las muy escasas dedicadas a reflexionar sobre la visibilidad del embarazo en el arte; alterada su exhibición por la llegada de la pandemia, constituye sin embargo una buena ocasión para alargar nuestra mirada sobre cómo ha evolucionado la representación, o la no-representación, de ese momento decisivo.
Sin embarazo no habría vida humana, y los intentos en los últimos tiempos de un útero artificial responden a una revisión de la forma que tiene Sapiens de verse a sí mismo. Con todo, el embarazo es el origen, el punto de partida de los seres humanos y, en el cristianismo, también de Dios al hacerse hombre, entrando así en el terreno de lo sagrado.
El arte que escenifica el embarazo es un esfuerzo por situar ese tiempo anterior al nacimiento, ese tiempo de espera, de buena esperanza, en la que las familias tienen depositada todas sus ilusiones que reconocen como tales, asumiendo la realidad de que la vida es una sucesión de generaciones. No obstante esas encantadoras imágenes de mujeres en estado sólo significan entrega pasajera a una distinción de sexos, al marcar la diferencia como norma constituyente de lo femenino.
El embarazo de la Virgen trata de mostrar que Dios ha querido estar nueve meses dentro de ella para entender el valor de la vida
Pintar una mujer embarazada: expresión de la nostalgia del seno materno, dice Robert Musil en su obra póstuma Edipo amenazado, que se extiende poco más o menos en los mismos tiempos y en los mismos lugares que su figura antitética, la mujer andrógino, que tiene la facultad de sumergirnos en el sueño de una época artificial, además de ligera y frívola, donde la mujer renuncia a la maternidad. Otto Weininger en Viena ajustó cuentas con las mujeres calificadas de histéricas y psicoanalizadas por Freud. Ante todo en lo referente a la propia figura social del cuerpo, el cuadro obligado de una modernidad que transgrede a lo grande Gustav Klimt, en las obras Esperanza I y II, cuando un bien señalado embarazo entronca con la pintura que las precede: el exceso o la piel, la tonicidad o elegancia son vistos como si reclamasen el ruido que solo el estetoscopio es capaz de descubrir, el corazón que palpita, las patadas de la criatura que se mueve para darse a conocer.
Nadie duda, sin embargo, que los padres de la Iglesia respondan a ese hecho buscando el enigma que supone sospechar que Dios quiso tener experiencia de esa vivencia humana. El embarazo de la Virgen María es ciertamente un motivo artístico a lo largo de los siglos pero también el último avatar de la teología de la fe, visibilidad empírica de una Anunciación que clasifica, articula y define la Encarnación del Hijo de Dios en una mujer mortal, que además no ha conocido a hombre alguno, por tanto Virgen.
Y en el episodio de la Visitación, resulta fascinante el gesto de tocar la barriga encinta de la Virgen por parte de su prima Isabel, que asimismo está embarazada de quien va a anunciar como la voz del desierto la buena nueva que traerá el hombre que ahora es niño allí encerrado, en el útero de esa mujer a quien el arcángel san Gabriel anunció de quién era hijo. Esta Visitación de Van der Weyden, como en las de tradición medieval, y después en Tintoretto, Rubens o los prerrafaelitas, o la Virgen del Parto de Piero della Francesca, trata de recortar, precisar, inmovilizar, fijar, petrificar, el misterio más grande, que Dios ha decidido permanecer nueve meses dentro de una mujer para entender el valor de la vida humana.
El estar embarazada, si prestamos atención al doble retrato de los esposos Arnolfini realizado por Jan Van Eyck, no es lo que vemos en la dramatización sagrada del niño Dios, sino el capricho real o supuesto de una moda social. No nos fiemos demasiado de que en esta célebre pintura la mujer esté realmente embarazada porque la moda de la cultura caballeresca creada en la corte de Borgoña se inclinaba a mostrar a las jóvenes con ese tipo de vestimenta. La ambigüedad estaba servida, eso explica algunas escenas de los libros de caballerías castellanos cuya heroína embarazada no es descubierta hasta el mismo día que da a luz; con esa moda de mostrar embarazos supuestos era normal esconder embarazos reales.
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El embarazo es una cuestión de identidad femenina. Después de que Elisabeth Badinter nos ilustrara sobre la identidad masculina en su libro XY, hay que afrontar esa identidad-otra que la historia ha visto demasiadas veces de soslayo y el arte ha hecho suya a través de un hecho natural, el embarazo, que contiene una profunda carga cultural. La exposición Representando el embarazo: de Holbein a las redes sociales, en el Foundling Museum de Londres, ha sido una de las muy escasas dedicadas a reflexionar sobre la visibilidad del embarazo en el arte; alterada su exhibición por la llegada de la pandemia, constituye sin embargo una buena ocasión para alargar nuestra mirada sobre cómo ha evolucionado la representación, o la no-representación, de ese momento decisivo.