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En una de esas típicas mañanas frías y lluviosas de invierno me levanté un poco tarde, pensando en que el tiempo iba a ser suficiente, ya que me acosté pasada la media noche.
Era exactamente las 7:05 cuando entré a tomar una ducha. Salí del baño a las 7:20 y en 15 minutos estaba vestida, maquillada y peinada. Bajé a la cocina y preparé un nutritivo, pero rápido desayuno. Al acabar de comer, mi reloj marcaba las 7:50. Lo primero que pensé fue: ¡Dios mío, me voy a atrasar! Además de que ayer ya tuve problemas con mi jefe por impuntual hoy tengo una reunión con unos clientes a las 8:00.
Me cepillé los dientes, tomé mi bolso, las llaves del auto y salí corriendo. Al arrancar golpeé mi auto con la vereda. Se bajó la llanta trasera, pero como la oficina me quedaba cerca no le di mucha importancia. ¡La cambio allá!, pensé, después de la reunión o a la hora de almuerzo.
Para mi sorpresa, cuando llegué, no encontré estacionamiento, y por no ir al garaje de atrás me parqueé en la vereda de en frente. Llovía, y yo estaba con unos tacones bastante altos. Intenté correr, pero di tres pasos, me resbalé y caí. Se rompieron mis tacones, estaba empapada y muy adolorida.
Aterricé justo encima de un charco, pero mi bolso, que estaba abierto, cayo en media calle, la Av. 10 de Agosto para ser exacta. Cuando me levanté, aparte de la risa de todo el “público presente” (los consabidos metiches, que nunca ayudan y siempre estorban), vi cómo labiales, esferos, llaves, documentos y casi todas mis pertenencias, que 30 segundos antes estaban dentro de mi bolso, rodaban por la avenida.
A esa hora, por lo general, hay un tráfico terrible, por lo que para recoger cada cosa tenía que esperar a que cambie el semáforo, recoger la mayor cantidad de objetos, y además retirarme antes de que los carros arranquen, para que no me aplasten. Luego, esperar a que cambie el color nuevamente, para continuar con la operación.
Cuando terminé de recoger mis pertenencias eran las 8:15. Al entrar a la oficina me encontré con la novedad de que uno de mis compañeros había visto cuando me resbalé, y todos los demás, en complicidad con mi jefe y los clientes que me esperaban, estaban pegados a la ventana viendo las maniobras que hice después de caer.
Cuando llegue al escritorio de mi jefe, él no me regaño como yo esperaba, se rió y me dijo: Espero que esto le sirva de lección y que de aquí en adelante llegue siempre a tiempo. Nada hubiese pasado sí fuera puntual. “Al que madruga Dios le ayuda” mujer.
La cita programada se pospuso para la tarde del día siguiente y me gané el día libre. Mi jefe consideró que estando así, mojada, muy golpeada, adolorida y terriblemente avergonzada no podía trabajar y que era preferible que vaya al médico y descansara.
Desde ese día llego puntual a todo lugar y fomento campañas de puntualidad en mi casa, oficina, y en mi grupo de amigos.
Aunque no lo crean esto de la impuntualidad puede causar grandes y graves accidentes…