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Desde el embarazo nos preguntamos cómo será nuestro hijo. ¿Heredamos el carácter de nuestros padres, igual que el color del pelo? ¿Hasta dónde llega la genética y dónde empieza la educación? Al nacer, e incluso antes, ya desde la misma concepción, todo ser vivo cuenta con una carga genética que va a determinar cómo será; esta carga genética se hereda de los padres. Así, el color de los ojos o el pelo, la estatura, la nariz o la estructura músculo-esquelética son heredadas. Todas estas características conforman el biotipo, que, a su vez, se corresponde a un psicotipo o conjunto de características psico-orgánicas. Este aspecto exterior va a modular a corto o largo plazo la forma de ser de un individuo; no es lo mismo ser alto, rubio, de ojos llamativos y francamente apuesto, que ser bajito, gordinflón y con las piernas cortas. Genéticamente, también se transmiten ciertas características que conforman la estructura de la personalidad; un ejemplo claro es la inteligencia, ciertas aptitudes y algunas cualidades del temperamento.
Es frecuente escuchar frases como «la afición al deporte le viene de familia», «pinta tan bien como su padre» o «todos los hermanos son tímidos». Algunas características no son tanto una herencia genética como un producto del entrenamiento o del contagio. Existe un complicado y sutil proceso de interacción biológico-ambiental que va configurando diferentes personalidades y determinando en ellas la aparición de rasgos peculiares. Ciertas características son consecuencia de un entrenamiento planeado por los padres o los mismos educadores: el niño empieza a responsabilizarse del control de sus esfínteres, de su vestimenta, de sus juguetes y recibe gratificaciones o frustraciones del exterior según sus éxitos o sus fracasos. Esto va modulando su personalidad.
El contagio de los rasgos de la personalidad es algo innegable. El hogar, las relaciones y el ambiente familiares dirigen a esa personalidad infantil en proceso de maduración hacia uno u otro sentido; unos padres que no demuestren afecto pueden provocar el desarrollo de rasgos de introversión; un niño que se sienta valorado dentro de su propia familia, en cambio, se convertirá seguramente en un adulto seguro de sí mismo. Si el ambiente familiar se caracteriza por el equilibrio, la confianza mutua, el respeto entre todos los miembros del grupo y la suficiente seguridad económica y emocional, la personalidad del niño se moldeará de forma más armónica que si crece en un ambiente de celos, desavenencias, inseguridad económica o con los padres separados.
La posición del niño entre los hermanos, el colegio y la escolarización en general, la influencia de la comunidad y las normas culturales influyen de forma determinante en la personalidad. No es lo mismo ser el mayor que el último de los hijos, ir mal en el colegio y ser «el burro de la clase» que ocupar siempre los primeros puestos. De igual forma influyen la raza, el sexo, el lugar de nacimiento, el nivel social o las influencias culturales que va a tener el niño. En resumen, la personalidad tiene una elevada proporción de elementos heredados genéticamente y otros que, si no heredados, sí son transmitidos por los padres, ya sea por contagio o por educación. Así pues, los padres y el ambiente que ellos crean en el hogar y los estímulos que provoquen en sus hijos van a ser los determinantes de su personalidad.
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