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Hoy en día es un lugar común afirmar que América Latina es la región más desigual del mundo en términos económicos, lo que tiende a producir y reproducir
situaciones adversas para la mayoría de sus habitantes y para el conjunto de las
sociedades latinoamericanas a pesar del singular crecimiento que la región ha
experimentado durante la última década. En efecto, “la región latinoamericana
es 19% más desigual que el África subsahariana, 37 más desigual que el este
asiático y 65% más desigual que los países desarrollados”.1
Tal afirmación da lugar a que, de un tiempo a esta parte, intelectuales, religiosos y profesionales de distintas áreas del conocimiento denuncien esta situación
y las consecuencias que trae consigo, e, igualmente, que diversas instituciones
latinoamericanas y de otras latitudes, así como organizaciones internacionales,
incluso las criticadas multilaterales, afirmen insistentemente que el núcleo de los
problemas que azotan la región radica en la elevada desigualdad que guarda la
distribución de los recursos y las oportunidades sociales.
De este modo, los estudios auspiciados por diversas entidades señalan que los
agudos índices de desigualdad económica se acompañan con elevados niveles de
pobreza y deterioro ambiental, y determinan que vastos sectores participen solo
de manera restringida en el mercado y en los servicios calificados como “públicos”; que estas limitaciones bloqueen el desarrollo del “capital humano”, el crecimiento económico y la movilidad social; y, por otro lado, refuerzan las escisiones