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La palabra “espíritu” que aparece en el famoso ensayo de Max Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo se refiere sin duda a una especie de demanda o
petición de un cierto tipo de comportamiento que la vida económica de una sociedad hace a
sus miembros. El “espíritu” es una solicitación o un requerimiento ético emanado de la
economía. El “espíritu del capitalismo” consiste así en la demanda o petición que hace la vida
práctica moderna, centrada en torno a la organización capitalista de la producción de la
riqueza social, de un modo especial de comportamiento humano; de un tipo especial de
humanidad, que sea capaz de adecuarse a las exigencias del mejor funcionamiento de esa
vida capitalista. Según Weber, el ethos que solicita el capitalismo es un ethos “de entrega al
trabajo, de ascesis en el mundo, de conducta moderada y virtuosa, de racionalidad
productiva, de búsqueda de un beneficio estable y continuo”, en definitiva, un ethos de
autorrepresión productivista del individuo singular, de entrega sacrificada al cuidado de la
porción de riqueza que la vida le ha confiado. Y la práctica ética que mejor representa a este
ethos solicitado por el capitalismo es, para Weber, la del cristianismo protestante, y en
especial la del puritanismo o protestantismo calvinista, aquel que salió del centro de Europa y
se extendió históricamente a los Países Bajos, el norte del continente europeo, a Inglaterra y
finalmente a los Estados Unidos de América.
En la nota preliminar a sus Artículos escogidos de sociología de la religión, Max Weber dejó
planteada la idea de que la capacidad de corresponder a la solicitación ética de la
modernidad capitalista, la aptitud para asumir la práctica ética del protestantismo puritano,
puede tener un fundamento étnico y estar conectada con ciertas características raciales de los
individuos. Las reflexiones que quisiera presentarles intentan problematizar este
planteamiento de Max Weber a partir del reconocimiento de un “racismo” constitutivo de la
modernidad capitalista, un “racismo” que exige la presencia de una blanquitud de orden ético
o civilizatorio como condición de la humanidad moderna, pero que en casos extremos, como
el del estado nazi de Alemania, pasa a exigir la presencia de una blancura de orden étnico,
biológico y “cultural”.
la obra escultórica de su maestro, Auguste Rodin, la clausura de una exploración vanguardista
de las posibilidades plásticas, la aceptación oportunista de un canon racista para la
representación del cuerpo humano, condujeron al fracaso artístico de este escultor. La
contrarrevolución estética emprendida por él tuvo sin embargo efectos menos catastróficos
que la otra contrarrevolución, a la que acompañó y pretendió inspirar. Víctimas de la primera
fueron él mismo y el arte de la escultura en Alemania [ Imagen 54]; víctima de esta otra fue, en
cambio, la modernidad alternativa a la capitalista [ Imagen 55], que venía con el movimiento
comunista, y fueron, junto con ella, los veinte millones de muertos de la guerra y de los
campos de exterminio en Europa.
El racismo normal de la modernidad capitalista es un racismo de la blanquitud. Lo es, porque
el tipo de ser humano que requiere la organización capitalista de la economía se caracteriza
por la disposición a someterse a un hecho determinante: que la lógica de la acumulación del
capital domine sobre la lógica de la vida humana concreta y le imponga día a día la necesidad
de auto sacrificarse, disposición que sólo puede estar garantizada por la ética encarnada en la
blanquitud. Mientras prevalezcan esta organización y este tipo de ser humano, el racismo será
una condición indispensable de la “vida civilizada”.
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