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Según informes de Naciones Unidas, en 2006 había más de 250.000 niños y niñas involucradas en conflictos armados, tanto a través de fuerzas gubernamentales, como paramilitares y grupos armados de oposición. Aunque la situación de reclutamiento y utilización de niñas y niños en los conflictos armados está más extendida en África, los menores de edad también son utilizados como soldados en varios países de Asia y algunas zonas de Latinoamérica, Europa y Oriente Medio.
Este número no es una mera cifra, son niños y niñas con nombre, con rostro, con una historia de vulneración de los derechos de su Infancia. Las atrocidades a las que son sometidos y de las que son protagonistas estos menores siegan su infancia de raíz. Con su reclutamiento se inicia una senda en la que, poco a poco, todos y cada uno de sus derechos comienzan a desaparecer.
Durante su estancia en los grupos armados, los malos tratos tanto físicos como psicológicos que padecen por parte de sus jefes les dificultan crecer física, mental y socialmente sanos. La utilización de drogas para que pierdan el miedo al combate es una constante. Por otra parte, las niñas suelen ser objeto de abusos sexuales que no sólo suponen para ellas una humillación, sino que también pueden ser el origen del contagio de enfermedades como el SIDA o de embarazos de alto riesgo por su corta edad.
La vida en los grupos armados no es fácil careciéndose de una alimentación, una vivienda y una atención médica adecuada. Además, los niños y niñas soldados son los encargados de suministrar alimentos, leña y agua al resto de combatientes con duras y largas jornadas de explotación laboral. Con estas jornadas, sumadas a los combates en los que participan, la educación misma es una entelequia. Ni qué decir de la educación gratuita, de una educación que fomente la solidaridad, la amistad y la justicia entre todo el mundo que recoge la Convención sobre los Derechos del Niño. Por supuesto, su derecho a divertirse y a jugar queda también vulnerado en este contexto.
Parece, pues, que la única salida que les queda es la de abandonar... sin embargo, tan duras son las represalias para quienes lo intentan que el miedo a padecerlas coarta la libertad de los niños y de las niñas. Aquellos que lo consiguen, no obstante, afrontan, la mayoría de las veces, una realidad igualmente dura. A su vuelta al hogar, en muchos casos, se encuentran con que sus familias han sido exterminadas o han huido sin dejar rastro. En otros, son sus propios padres o madres quienes los rechazan, considerándolos unos extraños o unos criminales que no merecen volver a casa, lo que, entre otras cosas, provoca el retorno de los menores a las guerrillas. Todo esto acaba por vulnerar sus últimos derechos, a la comprensión y amor por parte de las familias, a una atención especial y a tener un nombre, una nacionalidad y una dignidad.