necesito el planteamiento nudo y desenlace
del cuento
las pequeñas memorias pag 101 a 104 del libro de lecturas quinto grado por favor ayuda doy corona corazon 5 estrellas y los sigo
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Contaré con palabras simples el lamentable incidente. Había
salido con mis pertrechos a pescar en la desembocadura del Almonda,
lo que llamábamos la “boca del río”, donde por una estrecha lengua de
arena se pasaba en esa época al Tajo, y allí estaba, ya el día hacía sus
despedidas, sin que la boya del corcho hubiera dado ninguna señal de
movimiento subacuático, cuando, de repente, sin haber pasado antes
por ese temblor excitante que anuncia los tientos del pez mordiendo el
anzuelo, se sumergió de golpe en las profundidades, casi arrancándome
la caña de las manos. Tiré, fui tirando, pero la lucha no duró mucho. El
hilo estaba mal atado, o podrido, con un tirón violento el pez se lo llevó
todo, anzuelo, boya y plomada. Imagínense ahora mi desesperación. Allí,
a la vera del río donde el malvado debía de estar escondido, mirando el
agua nuevamente tranquila, con la caña inútil y ridícula en las manos y sin
saber qué hacer. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea más absurda
de toda mi vida: correr a casa, armar otra vez la caña de pescar y regresar
para ajustar cuentas definitivas con el monstruo. Pues bien, la casa de mis
abuelos estaba a más de un kilómetro del lugar donde me encontraba,
y era necesario ser tonto del todo (o ingenuo, simplemente) para tener
la disparatada esperanza de que el barbo iba a estar allí esperándome,
entreteniéndose en digerir no sólo el cebo sino también el anzuelo y
el plomo, y ya de paso la boya, mientras la nueva pitanza no llegaba. Pues
a pesar de eso, contra toda razón y sentido común, salí disparado por la
orilla del río, luego campo adentro, atravesando olivares y rastrojos para
atajar camino, hasta irrumpir jadeante en la casa, donde le conté a mi
abuela lo que había sucedido mientras iba preparando la caña, y ella me
preguntó si yo creía que el pez iba a estar todavía allí, pero yo no la oí, no
la quería oír, no la podía oír. Regresé al lugar, el sol ya se había puesto.
Lancé el anzuelo y esperé. No creo que exista en el mundo un silencio
más profundo que el silencio del agua. Lo sentí en aquella hora y nunca
lo he olvidado. Allí estuve hasta no distinguir la boya que sólo la corriente
hacía oscilar un poco, y, por fin, con la tristeza clavada en el alma, enrollé
el hilo y regresé a casa. Aquel barbo había vivido mucho, debía de ser,
por la fuerza que demostró, una bestia corpulenta, pero seguro que no
moriría de viejo, alguien lo pescaría cualquier otro día. De alguna manera,
con mi anzuelo enganchado en las agallas, tenía mi marca, era mío.
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